Hace algunos años estaba yo sentado en el popular Kiosco Numancia de la Rambla de Santa Cruz, entonces del General Franco, con un amigo. En esto que pasa junto a nosotros una monja de ensueño: ojos enormes, alta, delgada, con un caminar perfecto. Yo no me pude contener, aunque siento mucho respeto por los hábitos de una Iglesia en la que no creo -y menos después de escuchar al papa Francisco con el millonario Évole-. La miré y se me escapó un suave “¡Guapa!”, obviando, quizá de forma irrespetuosa, su condición de religiosa. Ella, lejos de huir, de esquivarme, de recriminar mi acción, de reprenderme, se volvió sonriente y divertida hacia mí y me respondió: “Muchas gracias”. Mi amigo, que además es médico, se quedó de piedra, pero tampoco dejaba de mirarla. Nunca más he visto a esta mujer, que se perdió entre la fronda del parque, pero no me arrepiento de haber cantado, sin faltarle al respeto, su belleza, yo diría que serena. Las feministas y la basca progresista quieren proscribir el piropo. De acuerdo que los que emiten frases soeces hacia las mujeres deben ser multados o reprendidos de alguna manera. Pero, ¿y quienes lo hacen -yo lo hice- con la sinceridad inocente de alabar su belleza? Ya sé que España es un país de extremos: todo se exagera, se confunde, se tiende a demonizar lo que ocurre a la conveniencia de cada cual. La marea feminista que nos invade es exagerada y estúpida; el respeto nace de la educación y es precisamente ahí donde se hace preciso insistir, en la buena educación. En fin, creo que la anécdota de la monja la he contado alguna vez, pero hoy me apetecía repetirla. Estoy harto de esas predicadoras –y de algún predicador- que quieren imponer sus leyes de una pretendida y falsa defensa de la mujer, sin temor a caer en el más espantoso de los ridículos.
Publicado en Diario de Avisos