Por Miguel Ángel de León
Todos los “gabófilos” sabemos que “La hojarasca” fue la primera novela del penúltimo mago de las palabras, publicada en el año de gracia de 1955. Allí empezamos a tener noticia del universo de Macondo y de quienes lo habitaban. Y allí se empezó a gestar el merecido Premio Nobel para Gabriel García Márquez. Cosa distinta y distante son las simpatías políticas del genio, tal que su amistad y simpatía con dictadores sanguinarios que mantiene encarcelados -aparte de a su propio pueblo- a no pocos colegas del Gabo escritor.
Me quito el sombrero que no uso cuando leo artículos tan magistralmente escritos como el que le dedicaba a finales del año pasado Ignacio Camacho en ABC a los sátrapas hispanoamericanos, con un lenguaje muy macondiano: “Un viento borrascoso de agonía sacude la hojarasca que malcubría a los últimos tiranosaurios de América. Llega la glaciación y es tiempo de extinciones, hora de morir después de tanto tiempo de matar. El corazón de piedra de Pinochet se pudre en un hospital [el general se pudre ya en su tumba], mientras las esquinas desconchadas de La Habana susurran la ausencia del Comandante en el cincuentenario del Gramma, conmemorado por patéticos discursos de huecos guiñoles de cartón asustados ante la orfandad de su tiranía. Ambos van a morir [Pinochet y Castro] en sus camas, a salvo de la ira que desataron, a bordo del privilegio de serenidad que negaron a tantas y tantas víctimas de su crueldad: derrota silenciosa de la justicia que no ha logrado colocarles en el lugar exacto que demandaba su vileza. (...) Castro decidió morir con las botas puestas, en numantina rebeldía contra la razón histórica, y ha condenado a su pueblo a una innecesaria agonía de privación y de tristeza. Inútil discutir quién fue más cruel o más vesánico, porque ambos representan el lado oscuro de la condición humana. (...) Detrás de los dinosaurios queda una estela de represiones, fusilamientos, torturas, cárceles y exilios; un sendero de abyección. (...) Ni una lágrima por ellos, pues, ni un pestañeo de compasión ni de misericordia. Si acaso, el lamento de que hayan tardado tanto en desfilar; todo lo más, la pena de que no les haya alcanzado siquiera de refilón, como a Somoza o a Trujillo, una migaja de la venganza y la rabia que sembraron, un ápice de la zozobra que causaron, una gota del veneno que inocularon en su delirio de despótica autocracia. (...) Se va el caimán, se marchan los últimos caimanes del siglo XX por un pico de la historia que sembraron de muerte, desolación, opresión e infamia”.
¿Seguro que se van los caimanes? ¿Seguro que no han llegado ya otros con los colmillos igualmente afilados? Camacho también los ve venir: “Ha cambiado ya el ciclo de las dictaduras hispanoamericanas, sustituidas ahora por neucaudillismos de apariencia democrática que se renuevan a sí mismos en pantomimas electorales como la que Hugo Chávez diseña a la medida de su vociferante populismo de barraca”.
El nombre de Gabriel García Márquez ya está instalado en lo más alto del parnaso literario. Nadie podrá discutirle esa gloria, incluso a pesar de lo fallido de sus últimas obras impresas, que nos ha sabido a muy poco a los que nos sumergimos en el universo de Macondo allá cuando chinijos. Pero su posicionamiento político y su defensa de lo indefendible terminará por colocarle la misma negra mancha en su trayectoria que la que le supuso al chileno Pablo Neruda, al cubano Nicolás Guillén o al español Rafael Alberti sus odas y sus alabanzas Stalin, otro genocida sobre cuya espalda pesa la responsabilidad de millones de trabajadores muertos, superior en número incluso a la del mismísimo Hitler, del que ahora hacen burla y escarnio en películas alemanas. A buenas horas mangas verdes... (de-leon@ya.com).