viernes. 19.04.2024

No creo en los premios. En ninguno, aunque me hayan dado alguno en algún concurso literario allá cuando chinijo, obviamente sin merecérmelo. Pero lo de los políticos y los premios es un relajo. No parece serio, y además no lo es. En caso de duda, véase no más los que acaba de ocurrir con el episodio de Juan Brito: puesto que todos, tirios del grupo de gobierno y troyanos de la oposición cabildicia, están de acuerdo en concederle el galardón que han dado en llamar como de Hijo Predilecto de Lanzarote… han terminado no dándoselo. Política conejera en estado puro.

Tengo para mí que si los políticos pudieran o pudiesen se premiarían a sí mismos varias veces al día y todos los días de la semana (para eso se han creado los gabinetes de Prensa, por si no se habían fijado), porque no hay reconocimiento o agasajo que les parezca inmerecido, ni aplauso, por más atronador que éste sea, que no les resulte demasiado tibio. Premiarse a sí mismos, sí: eso precisamente es lo que vienen haciendo ya desde hace mucho tiempo.

Veamos: como colocarse medallas a sí mismos canta un poco, los políticos adictos a sobrealimentar su ego han buscado una forma de calmar esa sed inagotable e insaciable de adhesión popular. El invento elemental consiste en que, a falta de recibir premios de la ciudadanía que los sufre (y una parte de ella incluso los vota), se inventan. El truco está en entregarlos y hacerse la foto con el ganador (casi siempre un amigacho, uno que no moleste y que sea agradecido después con los piropos al magnánimo mandatario), sonriendo ambos a la cámara, generalmente más el político -que es un profesional de la sonrisa impostada- que el premiado, como si el alcalde, el ministro, el concejal, el consejero o el presidente cabildicio de turno compartiera o compartiese mérito con el artista o el escritorzuelo de estómago agradecido fueran parte indispensable de ese mérito creador. Sencillo y hasta simplón, de acuerdo, pero muy propio del maquiavelismo de vía estrecha de los políticos que sufrimos por aquí abajo, como es triste fama.

Lo escribió hace unos años ya Federico Jiménez Losantos en el diario El Mundo: "Entre los premios, los hay que gustan más que otros a la clase política. Por ejemplo, los dedicados a toda una vida de trabajo, a ser posible en los escenarios u otro escaparate similar. El premio municipal a un viejecito célebre o a una viejecita que ha cumplido una fecha redonda y conserva alguna manía simpática es boccato di cardinale para el siempre incomprendido dirigente político. A veces, el anciano o la anciana premiados no dicen ni pío, apenas pueden balbucir un gemido de agradecimiento y se refugian en su emoción [No así el político, que aprovecha para marcarse el mitin y barrer para la casa y la causa partidista: véase no más lo que hizo el todavía presidente del Cabildo y sus socios psoecialistas de gobierno, que en la propia sede oficial de la primera corporación dieron una infumable rueda de prensa para machacar a la oposición, convencidos como andan en el pacto CC-PSOE de que la institución cabildicia es exclusivamente suya, como ya demostraron con el cartelón del “No al petróleo” colocado durante meses frente al mismo edificio que representa por igual a quienes están en contra como quienes están a favor las prospecciones]. Por el contrario, los políticos hablan de su infancia, de si tiene abuela (viva, porque la otra la lleva dentro)... Vamos, que nos abren su corazón, aunque nadie tuviera interés en asomarse a ese paisaje cardiovascular. Pero lo que más les priva ahora son los premios culturales. La cultura arrasa. Desde el punto de vista de la imagen, sólo procura ganancias al político".

Después, acabado el ceremonial o el ritual de la entrega de premios de turno, cuando ya se han ido los fotógrafos y los cámaras de televisión, cuando de verdad toca trabajar por la cultura desde el poder, el político huye como alma que lleva el diablo, y si te he visto -o premiado- no me acuerdo. (miguelangeldeleon.blogspot.com).

Perdónelos, don Juan, que no saben lo que hacen
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