Por Miguel Ángel de León
La columna publicada el pasado sábado en esta misma tribuna ha movido o motivado a algunos lectores que no debían estar muy de acuerdo con su contenido a enviarme algunos “amables saludos” a la dirección del correo electrónico que aparece al final de estos párrafos. Lástima que los argumentos que utilizan para defender lo indefendible no terminen de convencerme. Por lo tanto, no sólo no rectifico sino que me ratifico punto por punto en lo escrito aquí hace unos días. Pero, para no repetirme, lo diré con otras palabras: la gente se idiotiza en las fiestas y las fiestas idiotizan a la gente. Y si encima se va enmascarado y se bebe sin tener la capacidad de saber hacerlo sin mear luego fuera del tiesto, ni les cuento en qué puede acabar todo eso. Se produce una suerte de idiotización colectiva, en efecto, sobre todo cuando detrás de las fiestas hay menos voluntad y libre albedrío ciudadano que manipulación y utilización política, como es triste fama.
Tampoco tiene nombre (y si lo tiene no debe ser muy bonito, me malicio) lo que en el nombre del “sacrosanto” carnaval permite o deja hacer el Ayuntamiento arrecifeño, condenando a cientos de vecinos de la caos-pital, que deben pagar los mismos impuestos que el resto, a soportar durante varias noches a la turbamulta callejera (nunca mejor dicho, porque permanecen en la calle, con el vaso del amarillo-cola en la mano y el grito constante en la boca), mientras las autoridades municipales, si las hubiera o hubiese, miran para otro lado... o están en el mismo lado, en el mismo sitio y con el mismo amarillo-cola en la mano.
En la ultracarnavalera Santa Cruz de Tenerife la Justicia hizo el pasado año un amago de justicia, valga la redundancia, mientras en Las Palmas de Gran Canaria esa justicia se consumó, aunque sólo en parte, pronunciándose a favor de algo tan elemental como el derecho al descanso que se tiene bien ganado todo hijo de vecina. Loado sea el Cielo, pues nunca es tarde si la dicha llega... cuando llega, que en Arrecife la siguen esperando allá por la calle José Antonio y sus aledaños, ante el silencio cómplice de políticos, periodistas que no ven ni escuchan (y mucho menos leen, que hasta ahí podíamos llegar) e interesados dueños de locales, que están a lo suyo, que es el negocio del ocio mal encaminado.
No soy el único que sale a escape de Lanzarote cuando ve llegar allá por el horizonte de los días la atragantadora rueda de molino de la insufrible amenaza carnavalera. Incluso en la ya citada Santa Cruz de Tenerife (en donde “todo el mundo se suma a la fiesta”, como miente años tras años el infraperiodismo vivacartagenero de la isla picuda), cientos de chicharreros huyen de la capital tinerfeña no más asoma por cualquier esquina la primera mascarita o apenas se hace audible el ruido de alguna comparsa o la grosería y el humor grueso de la murga de turno. Algunos de ellos son personajes muy conocidos de la sociedad santacrucera, como el sindicalista Justo Fernández o el abogado y ex presidente regional del PP Ángel Isidro Guimerá, por poner no más que dos ejemplos a modo de botón de muestra. Claras señales de que, pese a tanto ruido y tanta flauta política o mediática, algo vamos ganando en la difícil batalla contra la hipocresía: todavía queda gente que se niega a apuntarse a la fácil demagogia de alabarle el gusto (e incluso el mal gusto, que suele ser mayoritario) a las masas. Siempre hay alguna excepción que viene a confirmar, precisamente, la chabacana regla.
Que el interesado elogio a lo que Lope de Vega llamaba "el vulgo" lo hagan los políticos es perfectamente lógico y entendible, porque éstos andan siempre en permanente precampaña o celo electoral. Pero cuando interpretan ese mismo papel simplón y chillón quienes no sólo no tienen esa "obligación” populista sino otra función y hasta otra deontológica misión (al menos en teoría), como es la de informar e incluso formar opinión y no griterío, no encuentro argumentos para entenderlo, y mucho menos defenderlo, así me digan misa o añadan el sermón por correo electrónico. (de-leon@ya.com).