Por Andrés Chaves
1.- El Tacoronte en la cuneta de mi amigo Arturo Maccanti ha resucitado y ahora vive entre frondas y casas antiguas y mojadas e hileras de acacias arrugadas y hermosas, que dan límites a un cementerio de veredas perfectas; y tan lleno de flores. Las hermosas mansiones del XVIII han sido restauradas y sus jardines frondosos huelen a camelias y a rosas salvajes, metidas en las servidumbres y en los terrenos de las helechas; en las veredas húmedas del otoño de ese norte. Tacoronte quedó en la cuneta cuando murieron los bailes del Camacho y la ciudad dejó de oler al turrón de don Emilio Rosa . Pero el pueblo ha cambiado, bajo la mirada del Cristo sempiterno, de pie y con su cruz. Las torres de la ciudad se asoman al horizonte, tan lleno de luz, iluminado por las puestas de sol de Guayonge, donde rezaba el obispo Pérez Cáceres cada atardecer. Llegaba el obispo en su viejo Hudson, con su chofer, y se arrodillaba ante el sol, como adorando a un dios pagano.
2.- El aire de la tarde trae el hábil martilleo de Domingo Martín , colocando milimétricamente los callaos de la plaza de Santa Catalina, donde todos los Machado celebran sus misas de vez en vez. ¿Por qué Domingo no tiene aún una calle en Tacoronte? Las frondas hermosas descienden suavemente hacia el mar; parecen pateadas por el pincel surrealista de Óscar Domínguez , que soltaba a sus amantes en los atardeceres húmedos del otoño, para buscarlas con la noche, hasta la extenuación, y colocar sobre sus hombros una túnica blanca, tan blanca como los claveles de un día de difuntos.
3.- Tacoronte, querido Arturo, ya no está en la cuneta, sino que ahora derrama su belleza por las esquinas anárquicas de un campo desierto, que huele a hierba, como una canción de Serrat . Sus ermitas y sus viñas desprenden otros olores lejanos, mezcla de incienso y de bodega. Pasear por aquel campo, siempre en estado de gracia, es un gozo; un inmenso gozo. Percibir los olores antiguos, una bendición; y allá en Guayonge, entre cebollas y tomates gigantes, aparecen los pies enormes del obispo don Domingo, dando pisadas firmes sobre la tierra mojada de lluvia reciente. La playa ya no tiene callaos porque volaron con Domingo Martín al cielo, para arreglar allí arriba las plazuelas abandonadas de la mano de Dios.
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