Yo no soporto los ruidos, como buen viejo carrucho. Y mucho menos los de los foguetes, que tanto gustan al mago y al concejal de fiestas. En China, los fuegos artificiales son silenciosos y de una belleza tal que parecen poemas coloreados. Explotan en el cielo sin ruido y no existe la molestísima traca final para anunciar que todo ha terminado. Aquí, como en los pueblos bárbaros, gustan el ruido, el fuego y el humo; y el mago, que es un depredador, quema rastrojos, provoca con su quemazón incendios forestales y contrata fuegos artificiales al estampido, que si estás dormido te despiertan y te desvelan, provocan el ladrido de los perros y el susto de los turistas. Porque nadie con la cabeza en su sitio propiciaría esos estampidos en horas habituales de sueño. Hay una especie de incultura del volador, arraigada firmemente en el elemento campestre, pero también en el barriada, que ha heredado, para desgracia de la humanidad, sus métodos malvados. Al hortera le gustar encender el volador con el Kruger y, si es menester, esperar hasta última hora para soltar el foguete hacia el cielo. También le encantaban los barrenos, ya prohibidos, y pescar con dinamita, una atrocidad. Por ahí todavía se ve a gente sin un brazo, víctima de la dinamita en el mar. Tradicionalmente, en Canarias se ha actuado en estos casos con brutalidad extrema, porque la gente ha ido a lo cómodo y ama la turbulencia, sin importarle lo más mínimo los daños que pueda causar. Con la llegada del verano, y ya estamos muy metidos en él, aparecen los fuegos artificiales, sus estampidos y sus riesgos. Yo tenía un tío al que le encantaba llevarnos a vivir la fiesta debajo de las ruedas de fuego de antes; el muy cabrón.
Foguetes de verano
31 de julio de 2018, 6:43