Por Andrés Chaves
1.- Al principio, cuando empezó la televisión, todo el mundo abanaba a modo de saludo cuando las cámaras lo enfocaban. Hoy también se hace, pero menos. En cada entrevista callejera, en cada encuesta que emite la tele, constantemente aparece un individuo bajito, detrás del entrevistado, que se alza con empeño para integrarse en el encuadre. Este sujeto lo estropea todo. Los mejores reportajes de la historia de España de los tiempos del audiovisual se los ha cargado. Lo acabo de comprobar viendo las imágenes, desde luego trascendentes, del 23 F de 1981, cuando el golpe de Tejero y Cía. En las entrevistas a las personalidades que salían, exhaustas, del Congreso de los Diputados, puede verse siempre al tipo bajito, de puntillas; notarían ustedes que cambia de situación, de hombro a hombro del entrevistado, para que el operador no lo olvide. Es imposible eliminar al intruso, porque chupa tanta cámara que estropearía el núcleo de los reportajes.
2.- Los españoles son curiosos por naturaleza. No hay más que ver al jubileta que, con riesgo de su propia vida, se alonga a las vallas de las obras, sobre todo en los hoyos. Al jubileta le encanta un hoyo y a él se aferra entre excursión y excursión a comprar el pan y a los mandados que su señora esposa, que se ha vuelto una tirana, le encarga cada mañana, más que nada para quitárselo de encima. Desde que se despoja de la chaqueta y la corbata, en el último día de actividad laboral, y se coloca el chándal de Adidas, el jubileta pasa de ser un hombre activo a convertirse en el varón domado. Entonces busca el hoyo de forma premonitoria.
3.- Eso de meterse en el encuadre de la tele debe ser cosa del tercer mundo. En las secuencias que nos ofrecen de Oriente Medio, ya sean de muertos, ya sean de atentados, ya sean puramente políticas, aparecen estrafalarios tipos en chancletas, opinando de todo. Tocan sin pudor la sangre derramada, hablan todos a la vez, gritan de forma brutal y componen una algarabía desafinada y habitual terrible. En esos países, por lo que se ve, nadie trabaja, porque siempre se ve mucha gente en la calle, sin nada que hacer. Cada vez que iba yo al zoco de Marrakech, una legión de guías ociosos y voluntarios se ofrecía para llevarme a cualquier parte, mientras los más bajitos intentaban robarme la cartera. Era estresante, porque tenías que ocuparte de la contratación y de preservar la billetera de unas manos ágiles, casi imperceptibles. En fin, que estos también se pirriaban porque los retratara con mi cámara.
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