jueves. 01.05.2025

Nueve décadas han pasado desde que un 7 de noviembre de 1917, según el calendario gregoriano, el crucero “Aurora” disparara un tiro de fogueo que dio el inicio a la revuelta de Petrogrado. El alzamiento bolchevique dirigido por Lenin pasó a la historia como la Revolución de Octubre, el acontecimiento social que supuso la primera puesta en práctica de los ideales marxistas en el mundo, en un país por aquella época subdesarrollado.

En el noventa aniversario de la revolución que durante casi 75 años fue conmemorada como el hecho más importante en la historia del país, los principales periódicos rusos apenas le dedican unas líneas. Será la férrea censura del régimen de Putin, o será que la nación quiere olvidar un pasado tachado por algunos como odioso.

Pero pocas cosas han cambiado en Rusia. Tras el caos vivido en la década de los noventa, cuando las libertades se convirtieron en libertinaje, las relaciones entre el Estado y la ciudadanía vuelven a su cauce. Ese que ha caracterizado el alma rusa desde tiempos inmemorables.

En una idiosincrasia popular donde la fuerza es uno de los valores predilectos, no resulta tan extraño que el pueblo, entendido como la gran mayoría conformista, sienta cierta admiración por el poder. Durante décadas ser intelectual en la Unión Soviética fue considerado un estigma. El Partido organizaba campañas contra los intelectuales, sobre todo durante los gobiernos de Lenin y Stalin. Los rusos gustan de hablar de materias profundas prácticamente en cualquier ambiente o situación. Mucho mejor si las “conversaciones del alma”, como lo llaman ellos mismos, enfrentan posturas antagónicas. Discutir también es parte de la tradición. Pero respetan sobre todo el poder y la fuerza, que demasiadas veces ganan a la razón en Rusia.

Y así, la década de Yeltsin se recuerda en Rusia por la falta de la autoridad y la explosión del crimen organizado, que se aprovechó como nadie del vacío de poder que reinaba en los noventa. Por aquellos entonces eran mayoría los que echaban de menos el comunismo, el orden que proporcionaba a los ciudadanos de a pie el régimen soviético. Y los comunistas de Ziuganov ostentaban la mayoría parlamentaria en la Duma. En 1997 sí hubo grandes celebraciones del 7 de noviembre, mientras el paralizado Kremlin de Boris Nikolaevich trataba de minimizar la resonancia de las manifestaciones populares.

Hoy ya no hace falta. Los comunistas podrían incluso desaparecer como grupo parlamentario en las inminentes elecciones legislativas en diciembre. Los sondeos dicen que no reunirán el porcentaje de votos necesario para entrar en la Cámara de representantes. El orden ha llegado en la persona de Putin, cuyo partido pasará de largo el cincuenta por ciento para obtener mayoría en la Duma.

No importa lo que ha costado el orden, ni importa que el yugo de los delincuentes sobre las empresas privadas ha dado paso a la extorsión organizada de las distintas fuerzas de seguridad de Estado, que se disputan las áreas de influencia al más puro estilo de la mafia. Tampoco preocupa la restricción de las libertades de reunión, prensa, y otras tantas que han sido recortadas en los últimos siete años. Vuelve el proteccionismo, la nacionalización de los sectores estratégicos de la economía, la presión al capital extranjero para que renuncie a sus inversiones en la industria de las materias primas.

Y lo más importante. Los rusos vuelven a sentir cierto orgullo nacional, perdido con el triunfo de Estados Unidos en la guerra fría. Nunca antes, ni siquiera en los peores años del comunismo, hubo tanto rechazo a lo foráneo en la sociedad rusa. Más del 60 por ciento de la juventud menor de 30 años se identifica con posturas abiertamente xenófobas. Y son datos de estudios sociológicos publicados en la prensa sometida al régimen. Porque al Kremilin le preocupa ese rechazo a los extranjeros, aunque en parte su política ha favorecido este fenómeno.

Todo esto me lleva a pensar que hay países que no están preparados para la democracia, al menos no es su versión occidental. Hay pueblos que no quieren la democracia. En definitiva, ya lo dijo alguien de los grandes. “Cada pueblo tiene los gobernantes que merece”. Lo tenían que haber pensado los americanos antes de meterse en Irak.

90 años de Octubre Rojo
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