Si en las pasadas elecciones locales del mes de mayo del año en curso la abstención en Lanzarote superó la registrada en toda Canarias, como viene sucediendo siempre -por cierto- desde los albores democráticos, y ello a pesar de que no existía casi ningún votante potencial que o bien fuera candidato en alguna de las listas o familiar o amigo de otro candidato, ante las elecciones generales del próximo mes de marzo los actores de la política insular ya se van curando en salud y andan barruntándose una abstención muy superior a la del 27-M. Teniendo en cuenta, además, que los propios partidos políticos asentados en nuestra isla se toman estos comicios con mucha más pachorra (apenas está en juego la elección del único senador por Lanzarote, y pare de contar), es fácilmente previsible que el denominado anti-voto crecerá aún más, a pesar de lo mucho y mal que se está recalentando la política a escala nacional, y a pesar incluso de los miles de residentes peninsulares que muestran más interés por las elecciones generales (donde hay un voto o posicionamiento más ideológico) que por las regionales, cabildicias y municipales.
Para no perder la inveterada costumbre, se presenta muy negro el horizonte de la credibilidad política canaria en general y lanzaroteña en particular. Así de oscura la situación, o cambian mucho las cosas -y no parece que lleven ese rumbo, visto lo visto de último-, o la tan temida por muchos abstención electoral en Lanzarote será de las que hacen historia en esos ya cuasi inminentes comicios nacionales del mes de marzo del año entrante. Y tampoco hay que ser profeta, ni adivino, ni zahorí ni futurólogo para aventurar o barruntar esa cantada huida masiva de las urnas.
Al mal ejemplo que nos dan los políticos en particular y los partidos en su globalidad hay que sumar la escasa, por no decir nula, disponibilidad a la hora de tomar medidas que propicien la participación electoral, como sería el caso -por poner sólo un buen ejemplo, reclamado cada vez por más voces- de crear un nuevo sistema de listas abiertas; de hacer de la transparencia en la gestión pública una realidad diaria y palpable, antes que una repetida promesa electoral que nunca se lleva finalmente a cabo; etcétera.
Los partidos políticos, elemento esencial de una democracia, ningunean a la propia democracia e imponen el ordeno y mando. Lo sucedido en Lanzarote con las dos concretas formaciones políticas de ámbito y alcance nacional (PSOE y PP, las formaciones que más se juegan en el inminente envite electoral de marzo de 2008), en donde se han impuesto los candidatos en un caso y las gestoras cuasi vitalicias en otro, son un claro ejemplo de funcionamiento piramidal o jerárquico, que se da de bruces con los más elementales principios democráticos. No existen verdades absolutas, excepto esta misma, que sí parece indiscutible, pero se intuye que donde hay patrón no manda marinero. Un adagio que, sin embargo, nunca compartieron del todo gente como Jesucristo o los comunistas primigenios, aquéllos tan bien intencionados o teóricos que le dieron la vuelta a la citada máxima y concluyeron que no es menos verdad que donde no hay marineros no puede mandar patrón. Por eso y porque sin la clase de tropa no podría hacerse a la mar ningún barco, siguen haciendo falta las tripulaciones, aunque en los partidos políticos cuando el capitán habla todos callan. Lo vemos en Lanzarote, en donde tal parece que sólo hay patrones y casi ninguna clase de tropa militante. En buena teoría, las bases son necesarias para que el tinglado partidista no se hunda por su propia base, valga la redundancia, pero de ahí a considerar que pueden decidir algo media un abismo. Para que nadie caiga en la cuenta de esa amarga evidencia, les conviene a los políticos una masa frívolamente festiva, carnavalera, romeril, crédula y manipulable. Pero una parte de esa masa empieza a revelarse contra el mal uso del mejor de los sistemas políticos conocidos hasta hoy. Hay una máxima que afirma, con razón, que el que avisa no es traidor...