En no pocas ocasiones comunidades autónomas como la de Murcia, Valencia o Madrid se han quejado por la masiva llegada a sus aeropuertos de inmigrantes subsaharianos procedentes de Canarias. No seremos nosotros los que quitemos la razón a sus gobernantes cuando protestan contra estos envíos. Pero tampoco seremos nosotros los que se la demos. Es un tema que requiere de un análisis sosegado y concienzudo, como lo mereció en su día el vergonzoso envío de mendigos que se realizó desde Barcelona a las Islas con motivo de la boda de la Infanta Cristina e Iñaki Urdangarín.
Si no falla la hemeroteca de este diario, fue el actual presidente del Cabildo de Gran Canaria, José Manuel Soria, el primero que ordenó, cuando era alcalde de Las Palmas, un envío masivo de los inmigrantes que acampaban en el parque de Santa Catalina a Madrid. Poco le importó a Soria que su compañero de partido, José María Álvarez del Manzano, pusiera el grito en el cielo y se echara las manos a la cabeza cuando vio a tanto ilegal deambulando por Barajas. Soria les pagó los billetes, y de paso se quitó un tremendo problema que estaba afectando seriamente a los habitantes de la ciudad más poblada del Archipiélago. ¿Soberbia del gobernante canario? No, hastío. Llevaba mucho tiempo reclamando una solución al Ejecutivo central, solución que no llegó por ninguna parte, como no llegó ninguna solución en la época de gobierno del Partido Popular (PP) vinculada con la inmigración irregular. Y eso, insistimos, que Soria era del partido que gobernaba la nación. Imagínense lo que podrían haber hecho otros dirigentes insulares no vinculados ni directa ni indirectamente con el PP.
Canarias es un territorio limitado, frágil, que tiene una capacidad de carga muy concreta y que está siendo ya superada. Además, por si esto no fuera suficiente, no contaba entonces y no cuenta ahora con las infraestructuras necesarias para soportar las avalanchas que en su día llegaban en patera a las costas de Lanzarote y Fuerteventura y que ahora llegan en forma de cayuco a las de Gran Canaria y Tenerife.
Esta reflexión no nos impide conocer y analizar los datos que la actualidad informativa sigue ofreciendo. Nos somos ajenos al hecho de que más de 8.000 inmigrantes irregulares llegados en patera a Canarias en 2006 hayan sido ya trasladados a la Península. Son las cifras que maneja la Delegación del Gobierno en Canarias que dirige el socialista José Segura, quien mostró este martes su “profundo dolor” por la muerte de los aproximadamente 21 inmigrantes que intentaron partir rumbo a las Islas desde las costas del Sahara Occidental. Segura, respondiendo a la curiosidad de los periodistas, reiteró que ninguno de esos inmigrantes “ha pisado libremente” las calles de las Islas, puesto que lo que está haciendo el Gobierno central, a través de los cuatro aviones que tiene contratados el Ministerio del Interior, es trasladarlos a la Península antes de que venzan los 40 días de retención que especifica la legislación antes de tener que dejarlos en libertad con una orden de expulsión bajo el brazo que no puede ejecutarse.
Y ahí está el problema de la cuestión. ¿Cómo es posible que un país moderno como este no cuente con mecanismos legales para poder expulsar a las personas que intentan residir en él de forma ilegal, cómo es posible que se esté fomentando con esto la proliferación de tantas y tantas aventuras sin retorno desde el continente africano? Ni el PP pudo en su momento ni el Partido Socialista (PSOE) puede ahora dar una respuesta a esta importante cuestión.
La política de inmigración que se ha realizado está muy lejos de ser efectiva. Mientras, una Comunidad como Canarias no tiene otro remedio que seguir enviando a la Península a los inmigrantes, lugar por cierto que es el que realmente quieren pisar, como paso previo a la llegada a la vieja Europa, a países más ricos y con una multiculturalidad mucho más enraizada como Francia, Holanda o Reino Unido.