Aparte del caso concreto y más que conocido y comentado de la penosa situación en la que se encuentra la Administración de Justicia en la isla más oriental de Canarias (la reciente apertura del flamante edificio de los nuevos Juzgados de Arrecife ha sido, ciertamente, un balón de oxígeno para los profesionales del ramo y para los administrados, principalmente, pero ni mucho menos es la solución definitiva a sus mil y una carencias; desde antes de su apertura inicial ya se sabía que el edificio de marras se quedaba pequeño para cubrir todas las necesidades: la historia de siempre en Lanzarote), lo de los jueces españoles, en general, es asunto distinto, aunque la cosa tampoco está ya como para tomársela a broma.
Al igual que los sufridos y abnegados pilotos de Iberia, que mantienen el aviso de huelga para el inminente mes de julio, también los citados jueces españoles, aunque llevan un buen tiempo callados, vienen reclamando de tarde en tarde subidas salariales, así como amenazando veladamente, incluso, con la convocatoria de una huelga laboral que, en puridad y al decir de los entendidos en estos menesteres, no pueden convocar. Como casi todo hijo de vecina a estas alturas de la vida consumista y de la dichosa globalización, los magistrados también quieren mejores sueldos. Y mientras ellos piden más dinero, el resto de la gente pide más justicia de la buena, sobre todo ante las corrupciones (las que sean: políticas, económicas... y hasta judiciales, que también las hay, como sabemos o intuimos por mano de otros jueces de triste recuerdo como Pascual Estevill y otros).
Hoy como ayer, y como el que predicaba en el desierto, seguimos reclamando desde la noche de los tiempos leyes adecuadas y castigos más o menos disuasorios. Es lo menos que podemos pedirle al sistema democrático que dicen que disfrutamos todos. En buena teoría, ley y sanción parecen garantizar que las malas acciones no van a realizarse. Y el pueblo, y sobre todo los juristas y expertos de la cosa, hablan de la eficacia de tipificar los delitos y aparejarles la correspondiente sanción. Así es que las medidas legales y punitivas parecen ser lo más inteligente que se nos ocurre para acabar o intentar arrancar de cuajo esa suerte de mal especialmente doloroso que es el que nace de la voluntad humana. Palabras y más palabras, al fin y al fallo -nunca mejor dicho-, porque desde hace siglos sabemos que las leyes garantizan bien poco, no proporcionan excesiva seguridad, y hecha la ley hecha la trampa, como avisa la sabia intuición popular. Las leyes pueden eludirse o manipularse. Los castigos se aplican con todo su rigor a los más débiles y, sin embargo, se dulcifican al llegar al poderoso, cuando no consigue simplemente eludirlo. Nada nuevo bajo el Sol.
Es más que probable que Felipe González Márquez exagerase al hablar en su día de jueces descerebrados. Poco después de aquellas duras declaraciones del sevillano, el hoy casi desparecido en el combate político Julio Anguita (que quiso pagar personalmente la fianza impuesta al juez Gómez de Liaño, como quizá recuerden los lectores más memoriones), los llamó algo todavía peor, puesto que llegó a hablar incluso de presuntos delincuentes. Por supuesto, no vamos a repetir aquí y ahora lo que han dicho sobre los magistrados otros ilustres "buenas piezas" como José María Ruiz Mateo o el ya fallecido Jesús Gil y Gil. Pero que la Justicia va proa al marisco, en cualquier caso, lo duda cada día menos gente en España. Y mala cosa es cuando ya no nos queda ni siquiera esa garantía. Claro que si todo eso se corrige con una simple pero jugosa subida salarial, procédase con ella y dispongámonos a vivir a partir de entonces en el más justo de los reinos... con la excepción de Lanzarote, eso sí, puesto que sin juzgados en condiciones difícilmente se puede impartir, repartir, comunicar o compartir justicia.