Las dos últimas noticias relacionadas con la inmigración subsahariana hacia Canarias hablan de la negativa momentánea de Senegal a la repatriación a ese país por parte de las autoridades españolas de los irregulares que han llegado en cayucos a las islas y, por lo que hace y respecta a Lanzarote, de la reaparición episódica del fenómeno de las barquillas o pateras (han llegado otras dos en las últimas horas, después de cierto tiempo sin producirse ninguna otra arribada a la costa conejera).
Se le pueden poner todos los paños calientes que se quiera, y se puede presumir de ser muy progresista, muy solidario, muy políticamente correcto y muy "oenegero" (por aquello de las ONG), pero la realidad es la que es, así la contemplen unos u otros, se quiera reconocer o se pretenda maquillar: a día de hoy, y sin la necesidad ni la necedad de que nos lo diga ninguna ociosa encuestita al uso, el principal problema que afronta Canarias en general y Lanzarote en particular es el de la inmigración. Ni guerras intra o interpartidistas ni otras pendencias políticas, ni conflicto empresarial, ni mucho menos el paro testimonial o anecdótico que se sigue registrando en nuestra isla, para no ir más lejos en el tiempo y en el lugar. Hay lo que hay. El que quiera verlo sólo tiene que abrir los ojos y desparramar la vista, por decirlo en canario. Y el que no, pude seguir haciéndose el loco y mirando hacia otro lado. Ojos que no ven, corazón que no siente, como dice otra vieja sentencia del sabio y riquísimo refranero español.
Pero ese hecho y esa problemática objetiva, que tiene y mantiene a las islas desde hace ya meses en las portadas de toda la prensa nacional e incluso internacional (la guerrera, belicista o belicosa cadena FOX norteamericana emitía noches atrás un reportaje sobre la llegada de los últimos cayucos a Canarias en su informativo de máxima y millonaria audiencia, haciendo luego sus comentaristas una comparación bastante odiosa con los “espaldas mojadas” sudamericanos que entran en EE.UU), no nos ha de llevar nunca a posturas tan extremas como ridículas, del mal estilo de los lamentables sucesos manifiestamente racistas que se registraron la pasada semana en San Bartolomé de Tirajana (Gran Canaria) o Garachico (Tenerife).
No confundamos la gimnasia con la magnesia. No caigamos en el amarillismo tremendista de algunas portadas insulares ni en los alarmismos injustificados y mentirosos de algunos líderes políticos ansiosos de pescar en el río revuelto de la xenofobia, a donde es tan fácil llevar -y ahogar allí- a las masas no avisadas o poco formadas y fácilmente manipulables con el miedo al otro, al extranjero. Quietas las cabras, no nos vayamos a cargar el corral entero una vez que se encabriten y se desmanden.
No se afrontan los problemas creando más problemas. No se soluciona nada acudiendo a las posturas extremas y a las soflamas destempladas. Esa vereda o atajo sólo conduce al abismo. Los mensajes incendiarios pueden despertar la bestia de la xenofobia, del racismo todavía larvado, porque los bajos instintos son muy traicioneros: se sabe cómo se empiezan a manifestar pero nunca los estropicios -cuando no los holocaustos- que acaba cometiendo. ¿O es que hay que volver a recordar la historia y la histeria reciente del siglo XX? ¿Qué otra lacra que no fuera la de los prejuicios racistas produjo el Holocausto judío del que todavía hoy se avergüenzan todos los alemanes, incluso los que no tuvieron arte ni parte directa en aquella barbarie humana, si exceptuamos a los cuatro descerebrados o cabezas rapadas de turno?
Todos los gobiernos implicados (el de Canarias, el español y la supranacional Unión Europea) están llamados a tomar medidas con respecto a esta penúltima crisis inmigratoria subsahariana que está teniendo como escenario unas islas minúsculas vecinas de un inmenso continente repleto de hambrientos que buscan lo que ha buscado siempre el hombre en toda la historia de la humanidad: la comida o el sustento allá donde esté, por encima de convenios, leyes o tratados internacionales. Tampoco es un episodio inédito en la reciente historia de Canarias, pues pocos isleños pueden decir ahora que no tienen o tuvieron algún pariente cercano que se vio obligado a salir de su acotado terruño en busca de una vida no mejor sino medianamente vivible. Hoy salen pateras o cayucos desde sitios como Cabo Blanco, uno de los enclaves norteafricanos a donde hasta hace apenas unos años acudían no pocos conejeros que encontraron allí el alivio laboral que entonces no existía en Lanzarote. Eso fue anteayer, como el otro que dice.
No son los que han llegado en los cayucos, precisamente, los que están o van a crear los grandes y graves problemas inmigratorios en Canarias, como también se ha querido hacer ver torticeramente por parte de algunos que no quieren ver lo obvio, y que son los peores ciegos. Otro día dedicaremos el Editorial a esa otra realidad inmigratoria. También, sin sacar las cosas de sitio ni de quicio y sin rozar fanatismos ni extremismos que nunca, en ningún lugar ni momento de la Historia del hombre, condujeron a nada bueno.