lunes. 12.05.2025

La pregunta del millón es si sabemos lo que queremos, adónde vamos, cuáles son nuestras metas y lo que dejaremos atrás para conseguirlas. Cada uno puede tener su respuesta pero pocos, muy pocos, son los que se paran a reflexionar, a sopesar el fin y los medios, a recurrir a la ética y a la estética en estos tiempos, los peores para la lírica de cuantos se han conocido, y todo desde que los sueños se venden en pastillas o en tiendas de chinos. La culpa es nuestra, sólo nuestra, por poner el nivel tan bajo, por dejar que otros, menos preparados pero con más cara dura y más labia, dirijan nuestras vidas, que ya no son los ríos que van a parar al mar, como dijo el poeta, sino torrentes, a veces secos, a veces desbordados.

No hay tiempo para nada, ni para la contemplación ni para el uso gustoso de los sentidos, hasta los placeres se han hecho de usar y tirar y las ideologías son de lo más reciclable, aunque los detritus no sepamos en qué contenedor van, y todo desde que vivimos a tal velocidad que el futuro pasa a ser pasado ante nuestros ojos atónitos, sin haberlo vivido como presente.

Ya no contemplamos paisajes y paisanajes, nos limitamos a mirar escaparates que son la panacea de la felicidad al momento según tu nivel adquisitivo, miramos pantallas de televisión con cien canales, aunque no terminemos viendo ninguno gratificante, ya no nos enfrentamos al folio virgen o a la creación en negro sobre blanco, nos dejamos la vida y la vista delante de ordenadores con virus al acecho ante tanta necedad.

Ya no olemos, el ambiente cada vez se hace más irrespirable gracias a nuestros adelantos y al despegue de la naturaleza, ya no escuchamos porque hay muy poco que escuchar, hemos cambiado silencios reparadores por ruidos de cabecera, es más, los científicos dicen que nos estamos quedando sordos antes de lo previsto, ya no caminamos a no ser que el colesterol y los triglicéridos nos hayan dado un toque de alarma, competimos en ir, en el menos tiempo posible, a sitios lejanos porque cada vez nuestro entorno nos gusta menos, ya no tocamos, el tacto murió desde que todos aspiramos a ser asépticos en un mundo aséptico, en lo físico y en lo síquico, ya no saboreamos, por mucha nouvelle cuisine y delicatessen que nos podamos permitir, deglutimos comida basura en sitios sin alma.

Lo que antes era íntimo, con sabor, con poso, ahora es cutre, y se llevan las grandes superficies, los grandes centros comerciales, todos cortados por el mismo rasero, sin personalidad, llenos de los grandes energúmenos del consumismo en que nos han convertido mercachifes y multinacionales. Ya nadie habla con su vecino, ya nadie escucha al de al lado, al que tiene presencia física cercana, la hipocresía, el miedo al prójimo y la despersonalización, han hecho que resulta mucho más fácil y en especial cómodo, hablar o chatear en la red con alguien que se encuentra a miles de kilómetros, que resulte más cotidiano hablar , recibir y enviar mensajes con un teléfono móvil, con alguien que está cuatro calles más abajo que con la persona que comparte mesa contigo. Nos hemos hecho egoístas, poco comprometidos y cobardes en aras de las tecnologías punta, más tiernos o cabroncetes con politonos y coberturas, más pendientes de la puñetera batería que se agota que de nuestro propio corazón, que no es recargable.

Como dijo el sabio y santo a la vez, cosa rara creo: “ Algún día, en el ocaso de la vida, alguien nos examinará de amor, y no vamos a tener sitio para guardar tanta calabaza”. Y que conste que no soy un nostálgico empedernido, ni piense como el poeta triste que cualquiera tiempo pasado fue mejor, quizás es que eche en falta una conversación a fondo, una cena, en la que el puto móvil de mi interlocutor , yo no tengo, no nos interrumpa, quizás eche de menos, entre tanto virus escandaloso, alguno silencioso que acabe con los otros, pero eso ya no pasa ni en las películas, resulta todo tan aséptico que da asco...

El virus silencioso
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