Por Andrés Chaves
1.- En medio de la primera tormenta del pasado domingo, hasta el barrio de Salamanca llegaban, claros, los pitidos de los barcos. Sirenas no, que son bocinas, que tronaban entre los ruidos naturales que precedían a la lluvia; y el triple sonar del barco que se va subía por las calles mojadas de otra lluvia anterior. No había palmas ni escobas, porque era domingo, pero aquella sinfonía era la misma sinfonía de hace cincuenta años, cuando a mí me imponía Santa Cruz, porque a los niños del Norte siempre nos impone la ciudad grande/capital. Yo intentaba, aquella mañana, encontrar palabras en una ventana, leyendo el discurso, preciso, que sobre la metáfora -sobre la palabra, en realidad-, elogiando la literatura, hizo García Ramos en la espléndida lección inaugural del curso 2009-2010, en nuestra Universidad. Tenía la hora desvelada y me dio por asomarme al gran balcón desde donde se domina la ciudad para verla mojada y para encontrar palabras con las que contarlo y cantarla.
2.- A mi lado dormía el recorte del artículo que el sábado me dedicaba Carlos Acosta en estas páginas, que agradezco, sobre la perífrasis verbal y la ñamera de la plaza del Charco, modo y paisaje que no tienen nada que ver y a las que, sin embargo, Carlos, viejo zorro con el idioma, fue capaz de dar sentido, juntándolas. A esa plaza la sacó de un charco mi bisabuelo Luis , así que forma parte de mi particular patrimonio histórico. Constato la memoria del escritor y poeta de Garachico a la hora de recordar conjuntadas alineaciones del C.D. Puerto Cruz, equipo que también forma parte de mi patrimonio familiar pues mi padre ocupó su presidencia en la época más gloriosa. En una residencia portuense que da vida a la gente, la gran María Rosa Alonso , ya centenaria, lee y descansa. Pensando, sin duda, en su ñamera tantas veces ponderada.
3.- La visión de Santa Cruz -y vuelvo a ella- desde lo alto me transporta a la niñez. Me imponía la ciudad, como he dicho, y más cuando la sentía amanecer, en medio de barrenderos de enormes palmas y mangueras llenas de agujeros que refrescaban el asfalto y algún gato que regresaba a casa después de hacer sus deberes. En su confluencia con el mar flotan los barcos trasatlánticos dentro de los cuales existen otras ciudades. Eso, hoy. Porque antañazo yo llegaba a Santa Cruz con el estómago encogido:Beltrán me examinaba de matemáticas en el instituto de la calle de Enrique Wolfson . No eran épocas de perífrasis verbales ni de elogios de la literatura sino de un profundo canguelo, finalmente superado con los tiempos. A los niños de entonces se nos quedaban grabados el olor que no huele de los flamboyanes y el sabor que no sabe del agua de riego. Sólo eso.
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