Por Andrés Chaves
1.- El otro día tuve un levísimo incidente en la gasolinera de la autopista del Norte, situada en el término de La Victoria, me parece. Creo que es muy cómoda y te atienden bien allí; por eso soy cliente fijo. Pero ese día intenté pagar con tarjeta de crédito y no llevaba el DNI. La dependienta insistía en que debía mostrarlo, pero se me había olvidado en casa; así que le dije: "Tiene usted dos opciones, o llama a la Guardia Civil, y yo se lo explico, o me vacía la gasolina del coche". En fin, como vi que aquello era como hablar con una estatua de sal, recordé que siempre llevo un billete de quinientos euros en la cartera, dobladito, sin que se enteren los socialistas para que no me manden a la Hacienda Pública a controlarme (a los sociatas no les gustan los bin-laden, los persiguen; aunque supongo que a los ajenos, no a los propios).
2.- Total, que como estaba cabreado, y mientras la estatua de sal corría a buscar el cambio, se me ocurrió que lo mismo que ella tenía derecho a pasar por el detector de billetes falsos a mi bin-laden, yo también lo tengo a autentificar mi cambio. E hice que la vuelta de los quinientos (la gasolina importaba 31 euros) pasara por la maquinita, a lo que ella accedió. No sé si volveré a comprar gasolina allí porque me trataron mal, siendo cliente (seguramente se me pasará el cabreo o quizá le dé las quejas a mi buen amigo Bernabé Pastrana, que manda mucho en eso de las gasofas), pero tantas veces no nos damos cuenta de que lo mismo que nosotros, sin querer, podemos dar billete falso por liebre a un comercio, ellos nos lo pueden meter a nosotros. Así que me he hecho con un lápiz detector de moneda chimba, por si acaso.
3.- Cuento esto porque a veces los consumidores, los ciudadanos de a pie, parecemos enemigos de los establecimientos a los que acudimos. Los empleados te miran con cara de mala leche si te olvidas del carné, o si sacas un billete de los grandes. Y a uno se le pone cara de culpable, sin serlo: se trató de un simple olvido y de un gesto (el del billete de tantos euros) extremo. Por cierto, que a la estatua de sal, que se enorgullecía ante mí de que su jefe la iba a premiar por su celo extremo, tampoco le bastó que le enseñara la documentación del coche, expedida con el mismo nombre que el que figuraba en mi tarjeta de crédito. Se me puso cara de pollaboba cuando salí de allí. O a lo peor es que la llevo siempre.
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