1.- Un señor que miraba el fondo de una obra conmigo, en determinada calle de Santa Cruz (no digo el lugar para que no me quiten el puesto de ojeo), me dice que no hable de política. Que a él y a sus compañeros del nada que hacer les encanta cuando cuento cosas. Añade que él sabe que son mentiras, pero que las cuento tan bien que los entretienen no poco a él y a sus contertulios. Y me confiesa que entre todos se ponen a ver si me trancan en un renuncio: una fecha cambiada, un suceso contado dos o más veces y adulterado; todo eso. Este señor, que lleva en sus manos la bolsa del pan, que es el DNI del jubileta, dice que la edad provecta está harta de política y que ellos -esa asociación improvisada, de banco y obra- se han convertido en unos descreídos. Sus pensiones, según él, oscilan entre quinientos y ochocientos euros y con ellos apenas llegan a final de mes; menos mal que tienen sus viviendas pagadas hace años. El señor, muy educado, parecía feliz; se reía mucho y, sobre todo, se reía mucho de sí mismo, que es una terapia que yo he practicado desde hace tiempo y que me ha traído muy buenas consecuencias. Pobre del que no tenga capacidad para reírse de sí mismo. Es una autosátira constante que cura enfermedades, sobre todo la enfermedad del estrés que producen los malos tiempos. Cuando eché una mirada a su bolsa del pan, sonriendo y con un gesto, me dijo: "Ya lo sé, es mi sino, pero a ella le gusta que vaya y no me pone hora de llegada". Desprendía tanta sinceridad el comentario -dirigido a desmontar mis juicios sobre el jubileta- que me invadió una profunda ternura. Aquel hombre mayor, inteligente, universitario, casi escondía su bolsa del pan al tropezarse conmigo y se vio obligado a darme una explicación: "Ella no me pone hora de llegada". Yo sostengo que la parienta del jubileta lo echa a la calle desde las ocho de la mañana y le prohíbe que vuelva hasta las dos de la tarde, con el pan, para que no le mueva las tapas de los calderos averiguando qué hay de comer. "Ella no me pone hora de llegada", qué bonito.
2.- ¿Cómo voy a hablar yo de política encontrándome en la calle a personajes de esta categoría? El jubileta, además, me dio una lección de urbanismo, sin ser arquitecto, tan elemental y tan lúcida, que me quedé gratamente sorprendido y le prometí reanudar la conversación. "A mi edad, la ciudad ya no se nos hace una cárcel; incluso nos sobra espacio". Lo más vivo eran sus ojos, brillantes de haber vivido y de haberse asombrado tantas veces, de amar y de haber amado. Su talante lo admitía todo: "El asombro ya lo perdí; va por delante de lo que soy capaz de entender, así que no le doy importancia". Todo cronista tiene su filósofo urbano. Pemán tenía al Séneca; Umbral y Ruano consultaban filósofos esporádicos, entre ellos algunas marquesas; y Jesús Quintero , el Loco de la Colina, tenía al Risitas , que no sé si murió o es vivo. Torrente , que no es cronista sino pasma, recurría al Fari . A lo mejor yo he encontrado al mío de la manera más tradicional: mirando por el agujero de la valla de una obra. El momento cumbre es cuando empieza a aflorar el agua del mar. Entonces el jubileta respira hondo y se dice: "Ya está". Como si sobre sus cansadas espaldas se extinguiera una responsabilidad.
3.- Te cambia la vida, aunque no quieras. Yo no he hecho más que pasar al estadio terminal y se me olvidan las cosas, lo pierdo todo y ando como un gilipollas. Y tengo la vista cansada, así que me compraré unas bifocales, que es el final. Se te pone cara de contable del Hospitalito. Y eso sí que no. En fin, que no hablaré de política en estos días, haciéndole caso al bueno de mi amigo el filósofo urbano de la bolsita del pan y las alpargatas cómodas. Lo malo, lo terrible, es cuando se las ponen con calcetines. Son las vísperas del suicidio.
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