A mí lo que me parecen los dos últimos presidentes de la Generalidad de Cataluña, Puigdemont y Torra, son dos auténticos coñazos. No sólo copan los telediarios con sus disparates, sus desplantes, su mala educación y sus fugas, sino que están empeñados en que el 1-O, que no fue sino una mascarada, les otorga una especie de mandato divino, al que se agarran como Franco se agarraba al brazo de Santa Teresa. Yo, entre Puigdemont y Torra, me quedo con Franco, al que tampoco se le entendía, pero no tenía ese afán de protagonismo desmedido, sino todo lo contrario. Y a propósito de Franco, la han cogido meona podemitas y sociatas, que en el fondo son los mismos, con eso de exhumar los restos del dictador. ¿Pero qué les molesta a ellos que descansen en el Valle de los Caídos o en una parroquia del Ferrol, si Franco está muerto cadáver y ya no puede hacer de las suyas? Ahora la van a armar los falangistas y los nostálgicos, sin necesidad ninguna, como decimos aquí. Tanto Zapatero, como el millonario Coletas, como Pedro Sánchez, sufren de una obsesión con el viejo y lo quieren sacar a toda costa de Cuelgamuros, mamarle a la familia el Pazo de Meirás (aunque fuera, en su día, regalado), bajar a Franco de todos los caballos de bronce de España y borrarlo del mapa, cuando no se puede. No se puede porque la historia es inamovible. Ocurrió y ocurrió. Que haga la izquierda examen de conciencia de por qué ocurrió, en vez de estar con la huevonada del desenterramiento del general, abriendo heridas que no se cierran porque algunos no quieren. Yo tengo un tío enterrado en Cuelgamuros. Tenía 16 años cuando un obús republicano lo mató, en la fila del rancho. Era voluntario en el bando llamado nacional. Se llamaba Andrés, nombre que me pusieron a mí en su memoria. Y a mucha honra.
Publicado en Diario de Avisos