Hace unas semanas estaba en casa viendo la tele por la noche. De repente, unos gritos procedentes de una casa colindante sobresaltaron a todo el vecindario. Al salir a la calle pude escuchar varios golpes. Eran ruidos de bofetadas, muebles moviéndose violentamente y gritos del estilo-“¿Y estás más tranquila, puta?”. Para mi asombro, el vecino de arriba me confirmó que las agresiones e improperios que aquel desalmado le estaba lanzando presuntamente a su pareja llevaban más de una hora produciéndose.
-“¿Y nadie ha llamado a la Policía?”- pregunté. -“Pues no, es que no estamos seguros de lo que puede estar pasando en esa casa. Además, a nadie le gusta que le pidan el nombre cuando se denuncia algo que no es asunto tuyo”. Para bien o para mal, decidí agarrar el móvil y marqué el teléfono de la Policía Nacional. Tras alertar al agente de la centralita, me preguntaron si tenía constancia de que este tipo de situaciones se hubieran dado en anteriores ocasiones. -“Pues no sé”- contesté. -“Pero le estoy diciendo que se están escuchando golpes muy fuertes, y creo que, por si acaso, sería buena idea que una patrulla se acercara”-. En realidad nunca me había visto envuelto en ninguna denuncia de este tipo. Era la primera vez que llamaba a la Policía para algo así. Por extraño que me pareciera, el funcionario que atendió mi llamada no me preguntó mi nombre ni ningún otro dato.
A los dos minutos, efectivamente, una patrulla se presentó. Con la expectación de unos cuarenta vecinos asomados a ventanas y terrazas, los agentes alcanzaron la vivienda de la que todos hablaban. Los gritos cesaron. La discusión se vio cercada por la presencia policial. Pasaron uno, dos, a lo sumo tres minutos, y la pareja de policías comenzó a descender las escaleras con la misma celeridad con la que, instantes previos, la habían subido. -¿Qué habrá pasado?”- Ese era el pensamiento común de cuantos aún asomaban su cabeza desde sus domicilios. El silencio dio lugar a diversas suposiciones y conjeturas, pero algo era seguro. Fuera lo que fuere, la llegada de los agentes había terminado con aquel espectáculo.
Culminada la sesión voyeurista, no pude resistirme a echar un nuevo vistazo. -“Sólo por si los policías vuelven o no”-, me dije. Fue entonces cuando pude identificar a la supuesta víctima de los presuntos malos tratos, hablando desde su móvil y en actitud aparentemente sosegada, a pesar de que, mucho me temí, la persona que tenía al lado fuera precisamente el tipo que minutos antes le había estado vejando e insultando. De repente, ambos se giraron hacia mí y, a lo lejos, parecía como si hablaran de mí o de algún vecino cuya puerta estaba próxima a la mía. No pude contenerme y me dirigí hacia ellos. Mientras recorría los 15 escasos metros que me separaban de la peculiar pareja fui pensando qué les iba a decir o a preguntar. -“Oigan, ¿está todo bien?- dije al más puro estilo de un cotilla sin escrúpulos. -“Sí, sólo ha ido una bronca”- me contestó ella para mi sorpresa. -“Sólo quería decirles que si necesitan algo vivo ahí al lado”-, agregué como una alternativa disciplinada.
Cuando volvía obre mis pasos la chica me preguntó -“Oiga, ¿no sabe usted quién ha sido el que ha llamado a la Policía?”- Seis palabras vinieron entonces a mi mente. “Pues la verdad es que no”-. Sin embargo, no tuve más remedio que sincerarme, a pesar de que ni mi familia ni yo estuviéramos a salvo de algún tipo de represalias por parte del bruto de su marido. -“Sí, mire, he sido yo”- dije al fin. La mujer comenzó a enfurecerse, como si la llamada a los agentes y la presencia policial en su domicilio hubieran sido incluso peor que la manta de palos con la que su marido le acababa de obsequiar. -“Mire señora, piense lo que quiera, pero si algún día de mi casa salen esos gritos, se lo pido por favor, llamen a la Policía”.