Por Miguel Ángel de León
Mis princesas las elijo yo. Cuando me dejan, claro. Igual que el chinijo del Rey, que eligió la suya con el mando de la tele, aunque jugando con algo de ventaja con respecto al resto de los mortales, simples hijos de plebeyas no más. La última vez que escribí aquí algo relacionado con la Monarquía, una lectora preguntaba que con qué derecho podía hacer una crítica a esa institución. Le respondo ahora, que viene a cuento: con el derecho que me da pagar por unos “servicios” que ni siquiera he mandado a pedir.
Una muchacha que había nacido de entre la plebe murió ayer, muy joven todavía. Me entero del luctuoso acontecimiento en la radio, mientras voy en el coche. No le envío mi humilde sentido pésame a su familia porque no tengo el gusto de conocerla, al contrario de la inmensa mayoría de los oyentes que no más darse a conocer la noticia se lanzan a llamar a las emisoras a mostrar su pesar. No dudo que el pronto sea sincero y noble, ni que la intención sea buena. Tan buena como inútil. Tan inútil como ridícula. Pero dicen que lo que cuenta es el gesto.
Tampoco conocía, ni siquiera por fotografía, a la fallecida, que dice la locutora que venía siendo hermana de otra periodista con muy mal gusto literario (sobre su presunto sentido del humor mejor me callo), y que casó con el mencionado heredero a un trono que yo no reconozco, cuya Casa (Real, dicen, no como las de los veinte metros cuadrados) ha pedido respeto para la fallecida. Gran error del responsable de prensa de turno, a fe mía, pues eso es tanto como decir que la muerta no ha muerto de muerte natural... y todo lo que usted ya está pensando, claro, porque estamos hechos, criados y educados para la maledicencia, como es triste fama.
Durante siglos nos contaron el cuento al revés. No lo recuerdo bien, porque tengo muy mala memoria para según qué historias, pero venía siendo más o menos como sigue, resumiéndolo mucho:
El humilde muchacho -no recuerdo si también mendigo- logró acceder al Palacio con no sé qué tretas o artes. Y allí, frente a la Princesa altiva y distante, le confesó su admiración, por decirlo suavemente. Ella, abusadora de su poder y de su belleza, le dijo que si de verdad la quería tanto como decía se pusiera a esperarla cien días, con sus cien noches, bajo su balcón. Así lo hizo el rendido enamorado. Pasaron días, semanas y meses, apareció y se ocultó el sol, sufrió el frío y la lluvia... y así hasta 99 lunas. Y justo cuando sólo le faltaba un día para cumplir su promesa, el joven cogió sus míseras pertenencias, se alejó del balcón y abandonó el pueblo, ante el asombro de todos los lugareños, que ya daban por hecho que cumpliría con su palabra y la princesa se vería obligada a aceptar su amor. Ya en las afueras de aquel lugar, se tropezó por el camino con un chinijo que le preguntó, tan extrañado como el resto de los vecinos, por qué decidía abandonar cuando sólo le faltaban unas horas escasas para hacer realidad el sueño.
-Estaba prendado de alguien que no me quiere. Pudo ahorrarme noventa y nueve días de inútil sufrimiento y no lo hizo.
Razones. (de-leon@ya.com).