miércoles. 14.05.2025

Por Miguel Ángel de León

Aprovechando el alocado puente finisemanal me mandé a mudar a Gran Canaria. No más pude escapar de su capital, casi tan caótica como la conejera (salvando las distancias y el número de habitantes, aunque Arrecife está mucho más sucia y fea que Las Palmas, puestos a contarto todo), así como de sus noches para niñatos que no saben mear lo que beben (igualito, igualito que aquí, casualmente), tomé prestado el volante del coche de mi anfitriona canariona -con perdón por la rima- y nos encaramamos hasta Los Pechos (no hagan chistes fáciles, que es de muy mal gusto), allá por el centro y hasta casi lo más alto de la redonda ínsula.

Arrancando desde Tafira, siempre hacia arriba, curva va, curva viene, bordeando el bosque recién quemado el año pasado por un pollaboba ocioso, aunque por fortuna aún queda mucho verde, mucho árbol, mucho pino... y mucha, mucha sana envidia: por ejemplo, la de este conejero a quien siempre se le cae la baba y no se cansa de mirar el verde del bosque, el azul del mar, la lluvia... y alguna beldad más que no se nombra, por no pecar de indiscreto. Para mi gusto, es lo más grande de Gran Canaria: tan cerca de las resecas Fuerteventura y Lanzarote, y tan verde y frondosa allá en el corazón de su geografía.

Enfilando hacia lo alto, a mitad de camino, allá por el inmenso mirador natural de Santa Brígida, empezó a molliznar. Mediodía, lluvia y frío, que es tanto como decir sinónimo de jilorio. Total, derechitos a llenar el estómago en el restaurante Los Perera. El hambre era tanta que ni las moscas (ni los moscos, para que no se nos enfaden los moscones de lo políticamente correcto) ni la humedad de la zona molestaban. Nos jincamos a dúo tamaño sancocho, una escudilla de gofio escaldado y un lingotazo de vino en jarra de barro. ¡Chiquito entullo entre pecho y espalda, cristiano! Pero a mí me supo, como dice el canario viejo. Carburante suficiente para reanudar la escalada mecanizada, justo por la misma carretera en donde, allá cuando, se celebraban una de esas afamadas, y para mí siempre odiosas, carreras de coches ("rallies", como dicen los papanatas o falsos políglotas).

La noble idea era llegar arriba y aprovechar la privilegiada atalaya para divisar una panorámica insular de ensueño. Pero el hombre propone y Dios, Acorán o Alcorac dispone, como es fama. En lo más alto, allá donde siempre nieva las contadas veces que nieva en Gran Canaria, todo eran espesas nieblas; la cima de las neblinas. No se veía ni a dos sobre un burro ni un burro sobre dos. Nos consolamos con las palabras de los otros sabios que vienen advirtiendo, casi desde la noche de los tiempos, que lo más importante no es la cumbre sino el camino hacia ella. Menos consuelo y aciete da un carozo. Y me acordé de Néstor Álamao, claro, pero le cambié el verso a su más célebre composición: "Hay niebla y nada de sol en la cumbre,/ cumbre de mi Gran Canaria".

Otro año será. A lo mejor el próximo puente festivo, si lo hubiera o hubiese. Dios quiera.

NOTA AL MARGEN (o no tan al margen): El título de la columna de hoy no es propio de quien la firma, pero como el equívoco vale de atrapalectores, los que han llegado hasta aquí abajo ya me habrán disculpado... o no. (de-leon@ya.com).

Los Pechos
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