Por Miguel Ángel de León
Baste que se declare determinada fecha como Día Internacional, Interplanetario e Intergaláctico del Libro para que no quiera ver uno ni en pintura. Nunca sé si es por mero afán de llevar la contraria a los que se empeñan en oficializarlo todo. Me ocurrió este mismo lunes: cuanto más recordaban en los medios la efeméride de marras, menos ganas me entraban de saber nada de libro alguno (no de la lectura, porque tengo la devoción de leer la prensa convertida o trocada en obligación profesional).
Por abril, ferias (del libro) mil. Coincidiendo con la primavera, florecen al mismo tiempo que las flores las ferias del libro en España, en conmemoración de la muerte -un aciago 23 de abril, como Shakespeare- de don Miguel de Cervantes Saavedra, el autor de ese Quijote que a juicio de su tocayo vasco don Miguel de Unamuno es la auténtica Biblia española. Hace ya dos años, en 2005, celebramos (es un decir) los cuatrocientos años de la publicación de la primera parte del mencionado Quijote (la segunda es incluso mejor, como la película “El Padrino”, que rompe el manoseado dicho sobre las secuelas). Aquella celebración obró el milagro, por arte y parte de la mercadotecnia, de colocar la teórica obra cumbre cervantina entre los libros más vendidos, como cualquier otro folletín de literatura fácil de cuyo nombre no quiero ni acordarme.
Incluso en Lanzarote, durante estos días de abril, ves a no pocos políticos manifiestamente ágrafos recomendándole a la gente que se ponga a leer, mientras ellos se dedican a la dura e ingrata tarea de gobernarnos. Y siempre que veo -un suponer- a un concreto concejal de cultura (él pronuncia “curtura”) o a cierto alcalde que es analfabeto funcional convicto y confeso con un libro en la mano, aunque lo tenga del revés, me emociono. No puedo evitarlo. Es algo que me supera y me puede.
De igual modo y manera, cada vez que llegan las ferias libreras, la inmensa mayoría de los periodistas españoles se conjuran o se confabulan para hacerle un homenaje al riquísimo idioma del citado Cervantes. Un magnífico homenaje anal (anual, quise decir) consistente en llamar invariablemente “stands” a las casetas, pabellones, expositores, mostradores o tienditas de libros. También ahí me emociono casi tanto como cuando veo a determinados políticos lanzaroteños haciendo como que leen. Son escenas imborrables para mi mareada memoria. Gastos y gestos de cara a la galería, sí, pero que se te quedan ahí para siempre, como si fueran o fuesen grabados a fuego sobre tu piel. Es como ese bulo (leyenda urbana lo llaman ahora incluso en el campo) que corre por ahí sobre la presentadora de televisión que, cuando el entrevistado le pide permiso para leer un soneto, le da su consentimiento no sin antes sugerirle que “sea usted muy breve, por favor”.
Sobre los mal llamados “stands” de los c. (cronistas, se sobreentiende), es posible que muchos niños españoles dominen la lengua inglesa el día de mañana, pero lo que no van a dominar a este paso es su propio idioma, el que les corresponde por nacimiento y por herencia. Ese mismo idioma que es la verdadera patria de todo hijo de vecina (aparte de la piel de la propia vecina, claro, que es la otra patria de todo hombre, como es fama). Voces mucho más autorizadas que la de este torpe juntaletras se lamentan con sobrada razón y motivo de la pobreza del lenguaje de los chinijos, absorbidos y embobados por los juegos electrónicos, los ordenadores (lo apunto y lo constato, precisamente, en la pantalla azul de la computadora, que es la que juega conmigo, y no al revés) y esos programas o (des)informativos de la citada caja tonta catódica o catatónica, que son, con mucha diferencia, los mayores destructores del léxico de los escolares y de su desarrollo mental. Y después se extraña la gente de que los libros más vendidos sean los bodrios, códigos y otras catedrales de la mala prosa que son. Se recoge de lo que se siembra. (de-leon@ya.com).