sábado. 10.05.2025

Por Miguel Ángel de León

Tal parece que la campaña electoral abierta oficialmente en la madrugada del viernes, 11 de los corrientes, es la guerra por ver quién la tiene más grande (la bandera). El tamaño de la ideología -si la hubiera o hubiese- importa menos. Casi tanto como nada. Una de las más enormes, y de las que más despistes de tráfico está creando, es la del PNL (como su propio nombre indica), porque pese a lo extenso del trapo no se termina de saber qué siglas porta hasta que la miras muy de cerca... si no te estampas antes con el coche o te llevas a alguien por delante, con mucha suerte. Esto de la mercadotecnia no es asunto menor. Es como lo de las fotos/carteles: hay gente que queda tal cual es, otros que salen muy favorecidos... y los que están para matarlos, cuyos respectivos fotógrafos probablemente trabajan para el enemigo. No voy a dar nombres y apellidos porque quedaría feo, aunque no tanto como algunos en las fotos, según juicio cuasi unánime de la maledicencia popular. La campaña/campiña electoral es lo que tiene.

En hablando de banderas, por los muros y farolas vuelve a enseñorearse la ilegítima y extraoficial bandera canaria cubillista de las siete estrellas verdes, y a La Graciosa me la encontré en la calle. La furtiva banderita tiene justo mi edad (tampoco hay que entrar en más detalles, para no pecar de indiscretos con la dama de trapo). La enseña que más se enseña en público, valga la enseñanza, es de mi quinta, la pobre, pero el simple hecho de haber nacido en el mismo año que ella no me lleva a declararme rendido admirador suyo, por más que digan misa y añadan el sermón los tirios o los troyanos de la trapofilia con evidente complejo de inferioridad, de los que se diría que no son nadie si no tienen un trapo al que adorar, para marcar con él el territorio como hacen los animales con las meadas, si ustedes se fijan en los documentales televisivos que sólo vemos cuatro gatos.

En las “loca-les” del 27-M, en efecto, más que las siglas priman las banderas. A los adoradores de estas enseñas les chifla meterse a cada paso en estériles polémicas al respecto, como es triste fama. Un falso debate que es a la vez tan inútil como tribal y trivial, como el otro que se empeñan en abrir de tarde en tarde los sociólogos que van preguntándole a la gente si se siente más canaria que española o a la inversa, que es tanto como preguntarle -un suponer- al vecino de Arrecife si se siente más arrecifeño que lanzaroteño, o interrogar al niño sobre si quiere más a su padre que a su madre (hay ocasiones en las que el chinijo no quiere a ninguno de los dos, y va sobrado de motivos).

Afirmar alegremente, como hacen muchos con una frivolidad digna de mejor causa, que el pueblo canario está mayoritariamente decantado hacia el uso de una bandera u otra no deja de ser una impresión absolutamente subjetiva, aunque hay razones que explican fácilmente por qué sucede que los fanáticos meten sus banderas incluso en las ron-merías, bodas y bautizos. Pero no consta en ningún sitio que se haya convocado suerte alguna de plebiscito o referéndum popular al efecto. Y, puestos a contar verdades, en realidad la guerra de las banderas (la española, la canaria o la de Muñique) no es la guerra de la inmensa mayoría de los canarios, que tienen/tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos como para perder el tiempo en bizantinas y estériles discusiones banderiles que no conducen a nada (a nada bueno, se sobreentiende).

Está escrito: Un hombre, cualquier hombre, vale más que una bandera, cualquier bandera. (de-leon@ya.com).

Guerra de banderas
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