Por Miguel Ángel de León
Como casi todo hijo de vecina, este lunes 19 de marzo, onomástica de San José, recibo felicitaciones mil por la cosa del Día del Padre, que lo llaman los que ni nombre tienen. Como me da una pereza tremenda devolver todas y cada una de esas enhorabuenas recibidas, preferentemente, por mensajes de móvil y correos electrónicos, y como además no tengo tiempo para perderlo en ceremoniales simplonadas, aprovecho para agradecerlas todas aquí mismo. Dos pájaros de un tiro, porque además -ya puestos y metidos en harina- me viene bien la boba efemérides como argumento para la columna, que no todo va a ser PGOU y plomazos similares.
Los lectores que anden más o menos atentos al almanaque (no es mi caso, lo confieso humildemente), caerían de antemano en la cuenta de la fecha que celebraron como nadie (o al menos con más razón y motivo que nadie) los grandes almacenes y otros comercios, porque el negocio es el negocio y cualquier excusa es válida para engatusar a las buenas gentes del lugar y sacarles las perras, los duros o los euros con ese señuelo más o menos sentimental y teóricamente entrañable, como cuando lo de las Navidades, el Día de San Valentín y otras valientes y solemnes pazguatadas. Para muchos, lo que importa es el rito, o el ritual. Lo de menos es la excusa para escenificar el mismo. Pero que no se nos obligue a todos a entrar por ese aro y comulgar, sí o sí, con esa atragantadora rueda de molino que nos quieren vender -otra vez- los mercaderes del templo como si fuera o fuese la hostia (sagrada).
Bien mirado, este enésimo invento de mercadotecnia (el “marketing”, como dicen los papanatas falsamente políglotas) de los grandes comercios tiene su paradoja: muchos no acaban de ver muy claro cómo casa eso de que se elija precisamente la onomástica de San José para conmemorar la paternidad, pese a la certeza bíblica y católica de que aquel José nunca fue padre, ni siquiera putativo, en el sentido estricto de la palabra. Como mucho, padre adoptivo y pare usted de contar.
Sensu contrario: la celebración del Día de la Madre, ya usted ve, puede tener su pase y hasta lógica (aparte de la mencionada e inevitable lógica comercial, más omnipresente hoy que el mismo Dios, como es triste fama). Pero la del padre es, como mínimo, aventurada y hasta temeraria, cuando no ingenua. Y más en estos tiempos de perdición. Ahora Adán tiene al ADN como aliado, y las primeras pruebas de paternidad practicadas en España ya han deparado más de una sorpresa desagradable... o no, porque enterarte de que el tolete y totorota incurable de tu chinijo (el del candado en la oreja, el imperdible en la ceja y el tatuaje en la pintina) resulta que en realidad no es hijo tuyo también es un alivio, puestos a contar verdades.
Se sabe desde la noche de los tiempos que la maternidad es ciencia, mientras que la paternidad es fe... a veces fe ciega, a fe mía. Pero allá cada cual con sus creencias.
Los padres y demás viejillos siguen repitiendo y lamentándose, generación tras generación, de que la juventud ya no es lo que era. Nunca lo fue. Dos mil años (2000, sí) antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, un anónimo caldeo dejó dicho que "nuestra juventud es decadente e indisciplinada. Los hijos no escuchan ya los consejos de los padres. El fin de los tiempos está próximo". Dios le conserve la vista al caldeo anónimo, que estaba hecho un lince, el tío. (de-leon@ya.com).