Por Miguel Ángel de León
A mi abuela la insultan, menosprecian o ningunean cada vez que un sospechoso busto parlante televisivo o radiofónico le habla en “spanglish”, ese infraidioma de los infraidiotas. La viejita ya no lee, pero si compra un periódico teóricamente escrito en su propia lengua se sentirá estafada cada vez que le cuelen un estúpido -y siempre innecesario- anglicismo. Es lo mismo que pensaría el sufrido lector de esta columna impresa y digital si me diera (o diese, que serían aún peor) por trufarla con palabras o párrafos enteritos escritos -un suponer- en chino.
Asegura, muy seguro, el nuevo director del Instituto Cervantes de Nueva York, Eduardo Lago, que el español avanza de forma imparable en Estados Unidos. Tienen la batalla perdida [los gringos]”. ¡Ños! Viene optimista, el hombre. Pero lo entiendo. He escuchado hablar el español en Nueva York mejor que en España (no hablemos ya de sus medios de comunicación, con sus concejalas y edilas). Pero eso tampoco tiene mucho mérito, porque sólo en la isla/roca de Manhattan hay unos dos millones de hispanohablantes; más que en toda Canarias. Lago es profesor universitario, crítico y novelista de éxito tardío, como el gran Pío Baroja o nuestro paisano José Saramago. Lleva veinte años viviendo en los “USA y abusa”, donde constata que los intentos del Gobierno norteamericano de arrinconar el español son estériles. Y mucho que me alegro, aunque sólo sea por darle por los besos a los papanatas anglimemos que están a este otro lado del charco. A la pregunta que le hacía este martes, 13 de marzo, Federico Marín Bellón (el mejor crítico de cine y televisión, con perdón por la rima) sobre cómo luchar contra la política del Gobierno estadounidense del “english only”, el director del Cevantes neoyorkino es tajante: “Es una batalla que tienen perdida de antemano. Son coletazos de rabia tratando de rectificar una situación imparable. No tienen nada que hacer. El español avanza de una manera potentísima en los Estados Unidos, mucho más fuerte de lo previsto. El muro de contención que ponen en la frontera sur sólo refleja una impotencia. (...) Si vamos a la topografía, vemos Los Ángeles, San Francisco, Florida. ¿De dónde vienen esas palabras? Se está volviendo a ellas”.
La que fuera ministra de Educación en el Gobierno de Aznar, Pilar del Castillo, llegó a decir durante su mandato, textualmente, que "los niños empezarán a aprender una lengua extranjera a los seis años; a entenderla y hablarla". Y con esa declaración le dio una magnífica excusa al maestro de columnistas y genio de la prosa, el felizmente recuperado Francisco Umbral, para sacar a paseo una serie de verdades que los más cursis del lugar se empeñan en ignorar: “Juan Ramón Jiménez, que tuvo la experiencia de vivir exiliado en el inglés, tiene palabras muy acendradas y hermosas para el español de su madre. El poeta sostenía que no hay más que una lengua, la materna, y que la resonancia, profundidad y perfume que tiene cada palabra en español, para un español, no la va a tener nunca otra palabra, el sustitutivo extranjero. Porque el idioma no sólo dice lo que dice, sino lo que suena. En la lengua materna y madre muchas veces tiene más profundidad y elocuencia el sonido que el sentido. Por eso dudamos del entusiasmo posmoderno por los idiomas extranjeros y prácticos desde la infancia”. Es lo que Jorge Luis Borges llamaría una cultura de conserje de hotel. Quizá estamos desarraigando del niño lo más tierno y rico del árbol que será mañana. Decía Ortega y Gasset, nada sospechoso de monolingüismos, que para hablar una lengua extranjera hay que empezar por volverse un poco imbécil. Véase no más que los turistas hablan siempre como niños y ante un monumento sólo dicen tópicos, aun cuando haya un poeta entre ellos. Usar otro idioma que no es el propio es siempre un empobrecimiento. Es indispensable el manejo de otros idiomas para hacer política y finanzas, pero tampoco es necesario empezar a los seis años, cuando la lengua materna va tomando en el niño figura y cuerpo, dibujo y eco. (de-leon@ya.com).