Me confieso un apasionado y ardoroso amante del deporte, tanto en su versión práctica como en la de salón. Hay fines de semana en los que mi mujer me tiene que sacar del sillón con la pala que tengo en el jardín para los momentos en los que me da por intentar que me crezca alguna de las plantas que me la tienen jurada desde hace tiempo. Me tiro en el sillón y soy capaz de tragarme desde un partido de fútbol hasta uno de pelota mano. Cualquier cosa menos hockey hierba, petanca y billar a tres bandas.
Ante todo soy un incorregible aficionado al fútbol -el deporte rey y el verdadero y único opio del pueblo en estos momentos-, pero distraigo la mente con muchas otras disciplinas. Soy infiel por naturaleza. Hay una de estas disciplinas, el ciclismo, a la que colocaba siempre en segundo lugar en el orden de preferencias cada vez que alguien me preguntaba por mis deportes favoritos. Desde los tiempos de Perico Delgado hasta los de Indurain, no me perdía una etapa del Giro, de la Vuelta o del Tour. Me encantaba tumbarme en las tardes de verano a ver cómo se machacaban subiendo cuestas que yo no era capaz de subir ni andando, siempre al ritmo de la mejor canción del momento (mi mujer tiene una idea musical al respecto que como no espabile se la va a quitar el primer plagiador de turno).
Aunque suene a coña, era capaz de recorrerme los últimos cincuenta kilómetros de etapa al lado de los ciclistas sin pestañear, sufriendo tanto como creía que sufrían ellos, sudando a mares. Eso fue hasta que llegó Amstrong (nada que ver con el que pisó por primera vez la Luna, si es que no es otra mentira más de las muchas que nos han contado) y la sombra de la duda empezó a planear sobre la honestidad y la nobleza de la competición. Era difícil creer que un corredor del montón tuviera con poco más que un plato de macarrones en el estómago una mágica explosión de energía y poderío justo después de que le detectaran y trataran un cáncer de testículos. El americano ganó de calle siete vueltas a Francia, pero dejó en los aficionados un sabor amargo, la sensación permanente de que algo raro había detrás de sus insultantes exhibiciones. Cuando Perico ganó el Tour hubo dramatismo, pájaras espectaculares, mascarillas de oxígeno y todo lo que se le puede pedir a un deporte que se suponía que estaba hecho para héroes o zumbados como el segoviano. Con Amstrong todo cambió. La moral del pelotón se fue a pique, y empezaron a aparecer otros milagros en corredores mediocres que se situaron muy cerca del americano de forma más que sospechosa. Algunos medios franceses contra los que se ha querellado el corredor ahora retirado lo tenían claro: Amstrong se dopaba, y se dopaba bien, porque superaba todos los controles. Al margen de las sustancias que sí se le “permitía” tomar por prescripción facultativa, no se le detectó nunca eso que tanto dicen que ayuda a que los deportistas batan con trampas las marcas del pasado, el EPO.
Perdí desde entonces interés por el ciclismo, aunque seguía viéndolo. El verano pasado saltó a los medios la Operación Puerto, esa en la que se vio involucrado un médico que conocemos muy bien en Canarias, Eufemiano Fuentes, y un director de equipo al que sinceramente no creía capaz de las barbaridades que parece que ha sido capaz de llegar a hacer para que sus corredores corran más, Manolo Sáinz. Fue la gota que colmó el vaso.
Mi siempre presente ingenuidad me había hecho tirar para adelante, me empujaba a creer que no todos los ciclistas eran iguales. Una conversación con un amigo periodista cuyo nombre no puedo desvelar porque dirige un programa autonómico de máxima audiencia me sacó de mi error. “¿Por qué crees que en el ciclismo se da el mayor número de asmáticos de todos los deportes, crees que con un plato de alubias se puede hacer una etapa de 250 kilómetros y subir siete puertos de primera?”, me preguntó para que saliera definitivamente de la ingenuidad en la que me había alojado. Me di cuenta de que tenía razón. No merecía la pena seguir defendiendo lo indefendible. Son demasiados testimonios y demasiadas las pruebas que demuestran que gente como Roberto Heras, Ullrich, Amstrong y compañía tienen cosas que ocultar. Me retiré definitivamente del ciclismo de salón, y decidí no volver a ver por la tele ninguna carrera.
A estas estaba cuando este martes, casi sin querer, me tropecé con la etapa reina del Tour que daban por La 2. Como soy hombre de escasos recursos para luchar contra las tentaciones, terminé viendo la ascensión al último puerto narrada con su particular forma por Perico. Por un momento me reconcilié con este hermoso deporte, por un momento soñé que se había diluido la sombra del dopaje, que todos competían con las mismas armas. Hubo de todo, y hubo, lo que había cuando no existía el dopaje, pájaras y desfallecimientos espectaculares. Fue tal la felicidad que me produjo ver a Valverde (de este sí me fío), que he vuelto a confiar en que debe haber deportistas que no tengan manchadas las manos de EPO o de otras sustancias. Espero que ningún control me saque del error, espero que ni el gran Oscar Pereiro ni el gran Carlos Sastre den positivo, que Valverde se confirme como el “superciclista total” que parece ser. Deseo de corazón que no me vuelvan a demostrar que el poderío de los españoles en la montaña tiene más que ver con el glembuterol y el puñeterol que con el jamón y el vino de Rioja.
Debo añadir para terminar que el ciclismo no es el único deporte que padece esta terrible lacra. El dopaje lo ha infectado todo, se ha metido dentro y amenaza, como el peor de los cánceres, con arrasarlo todo. Parece que ha llegado el momento de que los que dirigen las competiciones, si es que pueden dejar por un momento de pensar en el dinero, se lo tomen en serio para luchar contra los tramposos, que han conseguido desvirtuar las gestas de aquellos que sí que eran capaces de subir siete puertos de montaña con un plátano y un par de galletas en el estómago. Si no lo hacen, propongo otro método: que permitan el dopaje a tutiplén y que gane el mejor de los dopados. A ver si así, una de dos, o se conciencian o terminamos con el deporte.