Quedan veinte minutos para las doce de la noche. Ya debería estar en la cama. Sin embargo, me he visto obligado a encender el ordenador de mi casa para soltar la rabia que tengo dentro del cuerpo. Hace días que falto a mi compromiso casi diario con los lectores que amablemente se asoman a esta columna de opinión. Tengo mucho trabajo, tenemos mucho trabajo en estos instantes en la redacción del periódico y de la radio, y no tenía tiempo para reflexionar un rato. Atrás se han quedado muchos temas sobre los que quería escribir, la polémica con el bocazas Chávez, la salida de tono del Rey, la buena pero tardía defensa de Aznar hecha por Zapatero, la condena a El Jueves, la apatía parlamentaria en Canarias..., pero sobre todo, me había dejado el análisis sosegado sobre el horrible crimen que se ha vuelto a cometer en mi isla, Lanzarote.
Un maestro de periodistas del que he aprendido casi todo lo que sé me dijo un día que no actuara jamás bajo la influencia del enojo, porque siempre me arrepentiría. Es evidente que hoy no le estoy haciendo caso, porque estoy más cabreado que un chino y no hago otra cosa que aporrear a toda leche las teclas del ordenador. Seguro que mañana me arrepiento, y seguro que habrá mucha gente que repruebe lo que voy a explicar. No me importa, para eso es esto, para opinar.
Me resulta muy complicado justificar lo que está pasando con la profesión que amo, con esto que se llama periodismo, una profesión en la que no hace falta demasiado para participar de sus múltiples aventuras. Basta con conseguir que te dejen entrar en un medio. No se necesita formación, mucho menos carrera, no se necesitan especiales conocimientos, ni siquiera especiales aptitudes. Basta con que te dejen entrar. Y hay muchos que han entrado por la puerta de atrás y sin llave y que no entienden muy bien de qué va esto.
Me refiero a gente como la que ha hecho el programa En Primera Persona de la Televisión Canaria, una patética muestra del antiperiodismo, de lo que jamás se debe hacer, o jamás se debería hacer, a la hora de tratar una información tan delicada como el asesinato de Yuliisa Antonia Pérez, la joven de 18 años que apareció este martes donde siempre aparecen los cadáveres en Lanzarote, en la escombrera de Argana Alta.
Había oído hablar sobre la utilización que se iba a hacer de lo que en principio no parecía más que una casualidad informativa, el hecho de que la madre de Yuliisa estuviera en las instalaciones de la productora que realiza éste y otros programas de la autonómica en el momento en el que se le comunicó la terrible noticia. No entro ahora en los rumores que apuntan al hecho de que se podría haber evitado el traslado de la madre, porque lo desconozco, y no dejan de ser eso, rumores, no noticia. Me parecía razonable y legítimo que la gente de esta televisión que se paga con el dinero de todos los canarios no sólo utilizara las imágenes del momento en el que la madre se enteraba de la noticia sino que le diera la relevancia y la difusión que la exclusiva periodística merece. Ahora, de ahí a lo que hicieron después va un largo trecho. Antes de apagar la televisión vi al menos cinco veces las mismas imágenes, las del desmayo de la madre, las de la angustia y el espasmo que se apoderó del cuerpo de alguien que acababa de enterarse de que había muerto una parte de sus entrañas. Las repitieron una y otra vez, y otra vez más, haciendo gala de un amarillismo que no se veía en televisión desde el lamentable episodio de Nieves Herrero y las niñas de Alcáser.
Al amarillo uso de lo que imagino que estos profesionales considerarán periodismo (que conste que no hablo del magnífico trabajo que realizaron en Lanzarote profesionales como mi querida compañera Laura Ramírez), hay que añadir una patética actuación de Roberto Kampof, quien en lugar de buscar consuelo para la madre detrás de las cámaras se dedicó a chupar plano en distintas poses: ahora la cojo la mano, ahora la abrazo, ahora hablo con ella... No creo que le den un óscar. Cuando esas cosas se hacen de verdad no se graban, no sale uno formando parte del cuadro. Y eso es lo que fue el reportaje emitido en la triste noche de este miércoles, un verdadero, triste y lamentable cuadro. De color amarillo chillón, por supuesto. Esto, que pase en una televisión privada, no tiene pase, pero que pase en una tele pública es para que se denuncie allí donde se tenga que denunciar y se pidan las oportunas explicaciones a sus responsables.
Dicho esto, y como ya estoy caliente, me gustaría comentar un par de cosas: lo primero, lo triste que resulta que tengamos una policía en Lanzarote que no sólo no es capaz de resolver la mayoría de los crímenes que se producen (alguien me decía hoy algo que prefiero no creer, que están resueltos, pero que no trasciende el resultado a la opinión pública porque están todos bajo secreto del sumario) sino que se dedica a buscar a chicas desaparecidas desde un helicóptero, sin que a ninguno de sus responsables se les encienda una lucecita para ordenar que se pateen los caminos, que se busque a pie en una zona donde han aparecido ya varios cadáveres; lo segundo, que va siendo hora ya de que se hable con libertad y transparencia de lo que sucede en un lugar de poco más de ochocientos kilómetros cuadrados, donde vamos camino de convertirnos en el rincón del mundo con mayor número de asesinatos sin resolver por habitante. Eso sí, que todo lo que se haga sea con tranquilidad, sin calentamientos globales como el que me he cogido yo hoy al ver la censurable utilización de un drama del que se va a tener que seguir escribiendo mucho en los próximos días.