domingo. 11.05.2025

Entre unas cosas y otras esta semana no he tenido tiempo de leer la prensa, cosa que cualquier periodista que se precie no debe hacer, incluso en el mes de agosto, en el que parece que algunos pierden las ideas y se dedican simplemente a adminitrar la rutina. Otros por mucho que se esfuercen tienen todo el año el cerebro derretido, y no precisamente por el calor. Así se pierde muchas veces la perspectiva de la realidad, lo que provoca que entres en un submundo ombliguista del que luego cuesta horrores volver a salir. Y es que hay vida más allá de Lanzarote, y más allá incluso de este diario, aunque poca.

El caso es que tuve un ratito para hojear -que no ojear- algunos periódicos atrasados, y me tropecé con una noticia que me llamó la atención. Resulta que el jurar en público o insultar podía costarle a un inquilino su vivienda según una iniciativa de la policía, los vecinos y el Ayuntamiento en un conjunto de viviendas sociales de la localidad inglesa de Birmingham. Es una noticia vieja, pero lo suficientemente atractiva como para comentarla. Todos los nuevos inquilinos de 13.000 viviendas municipales o protegidas de la comunidad de Hollingdean tuvieron que firmar un contrato por el que se comprometieron, entre otras cosas, a no jurar ni utilizar palabrotas en publico. “¡Madre, qué cosa más peligrosa!”, me dije inmediatamente. ¿Te imaginas una comunidad de vecinos tipo Aquí no hay quien viva pero a la inglesa llenita de “juligans” en la que nadie jure en arameo o se acuerde del vecino del segundo mientras baja a tirar la basura con un vaso enorme de cerveza en la mano profiriendo todo tipo de improperios, te imaginas a Betty y Kate cigarro y cerveza de dos litros en mano discutiendo en el rellano de la escalera sin una palabra más alta que la otra? Yo no, desde luego. Me parece muy loable que estos hijos de la Gran Bretaña sigan por libre en esto de crear sus propias normas, aunque sean normas imposibles. No olvidemos que son los habitantes de la Pérfida Albión los que tienen una forma de medir las cosas absolutamente irracional, todo para no aceptar el sistema métrico internacional; que comprueban la temperatura en grados del señor Farenheit en lugar de los sensatos grados del señor Celsius, lo que provoca que su agua no hierva a 100 grados como la de todo el mundo; que conducen por la izquierda y llevan el volante a la derecha, todo para oficializar en la carretera su empeño en ir en dirección contraria, o que se negaron a entrar en el euro para quedarse con su libra, lo que les está costando no pocos disgustos financieros. Ahora, que sean los únicos que no insultan, no me lo creo. Eso es imposible.

Por eso, porque es imposible, no habría que tomarse demasiado en serio las cosas que hacen los británicos, sociedad a la que por otro lado y salvando sus muchas rarezas respeto enormemente. Lástima eso sí que la Armada Invencible fuera engullida por las adversas condiciones meteorológicas y ahora en lugar de ser Gibraltar británico no fuera Gran Bretaña española, pero bueno, así son las cosas y así nos las han contado.

Volviendo a lo de los insultos, debo admitir que hace tiempo que se retiró de la vida pública española -no así en otros países más incivilizados- la para muchos sana costumbre de insultarse. Y es que hay gente que cuando suelta un taco parece que se queda más a gusto que un san Luis. Que se lo digan si no al Rey, que por no mandar a tomar por culo a Chávez se tuvo que tragar sapos y culebras. Al ya clásico y politoneado “¿por qué no te callas?” le faltaba el “¡coño!”, con perdón. Aquí, por suerte, nuestros políticos pocas veces llegan a las manos, por no decir ninguna, y rara vez se insultan, lo que no quiere decir de ningún modo que ganas no les falten. El último episodio de estas características que recuerdo en Canarias se produjo cuando un consejero del Club Deportivo Tenerife dijo de otra consejera, cuyos nombres no recuerdo, que era una “tocapelotas”. Más ilustre fue el episodio del pijama de José Miguel Bravo de Laguna, sacado por cierto en un horrendo libro del periodista Alfonso Rojo. Cuando Bravo de Laguna era presidente del Parlamento canario el diputado majorero Luis Lorenzo Mata le recordó en público el vergonzoso episodio de la descuidada sustracción de un pijama en unos grandes almacenes londinenses y la posterior pillada, algo que derivó en el lógico cabrero del por entonces presidente del Partido Popular (PP) en las Islas, que tuvo a bien llamarle “hijoputa” delante del resto de sus señorías.

Podría poner numerosos ejemplos también del cambio idiomático que se ha producido en Lanzarote. Sin ir más lejos durante una reunión del Consejo de la Reserva de la Biosfera el consejero socialista Carlos Espino, que entiendo que es de los políticos que mejor usa el lenguaje, o por lo menos que trata de manosearlo con más criterio, llamó “gamberro político” al portavoz de Alternativa Ciudadana, Pedro Hernández, apelativo cariñoso que con el transcurso del tiempo ha ido subiendo de tono. Me imagino lo que le llamará ahora en la intimidad, algo bastante más fuerte que “gamberro político”. Por suerte para ambos ya no se tienen que ver las caras en los pasillos del Cabildo. Dicho así, la verdad es que hasta suena bien, cariñoso. No me parece que la palabra gamberro sea ofensiva, mucho menos que se le pueda dar la categoría de insulto. Es como el “pollaboba”, una palabra genial que se usa mucho por aquí abajo y que quedó demostrado en sentencia firme que no es insulto. Se puede llamar a un cargo público “pollaboba” y no pasa nada. Eso sí, hay que dar razones que justifiquen el calificativo.

El lenguaje castellano es muy rico, sólo hace falta consultar un diccionario para darse cuenta. Por eso recomiendo a nuestros políticos, y también a los que no lo son, si es que les puedo recomendar algo, que sustituyan el gilipollas por “gamberro político” o el mamón/a por “carajo de la vela” o “pollaboba”, que es mucho más canario y más saludable.

Los pollabobas
Comentarios