Es menos cansado ser bueno que ser malo, cuesta menos esfuerzo. Es una máxima que me apunto. Si alguien la repite, que sepa que es mía, y que por tanto tiene que citarme. Para ser malo, se necesita de momento estar todo el día de mala leche, se necesita una dosis de mal humor que te permita hacer el mal, lo que resulta agotador y bastante estresante. Para ser bueno, basta con dejarse llevar y hacer exactamente lo mismo que a uno le gustaría que hicieran por él. Por eso los demonios siempre aparecen dibujados con ojeras y los ángeles tienen un cutis perfecto. Por eso los demonios siempre aparecen en situación tensa y los ángeles son reflejados en situación placentera, por eso los demonios están más quemados que la moto de un “gipi” y los ángeles están más frescos que una lechuga. El refranero español está cargado de advertencias en este sentido: “haz el bien y no mires a quien”; “quien a hierro mata a hierro muere”; “si una mujer te dice que te tires de un puente busca uno que sea bajito”... (perdón, esto se me ha colado; es algo que decía muy a menudo mi abuelo)
Recuerdo que en el primer curso de la carrera de Periodismo tuve a un profesor que me llamó mucho la atención, uno de esos profesores que no pasan desapercibidos. Era y es José Carlos García Fajardo, profesor de Historia del Pensamiento Político y Social en la Universidad Complutense de Madrid y presidente de una organización que se llama, si no la han cambiado de nombre o ha desaparecido, “Solidarios para el desarrollo”. Su primera clase, magistral y conocida por todos los estudiantes de Ciencias de la Información, es impactante. A mí se me quedaron grabadas en el disco duro dos cosas de las que dijo: la primera y muy importante, que la verdadera carrera de periodismo se hace en la cafetería -tenía razón, en la cafetería de la facultad aprendí mucho más que en las aburridas y poco útiles clases, y como yo, otros asiduos a la cafetería de mi generación como Alejandro Amenábar, que de hecho la utilizó un verano para grabar su inigualable “Tesis"-; la segunda, que hacer el bien es un acto de puro egoísmo. Mucha gente al leer esto pensará que es un error, que no hay nada menos egoísta que ser generoso con los demás. Todo lo contrario. La teoría de García Fajardo, que comparto al cien por cien, es que las personas que hacen el bien lo hacen habitualmente por el placer y la satisfacción que les proporciona. Es decir, que hacer el bien les hace sentirse bien a ellos.
Este miércoles caminaba por la calle pensando en las mil cosas que siempre tengo en la cabeza. Una señora de unos setenta años se me acercó para preguntarme dónde podía encontrar una tienda en la que vendieran móviles. “Es que mis hijos dicen que tengo que estar localizada todo el día, que si me pasa algo nadie se va a enterar. Ya ves, mi niño, a mis años tengo que aprender cómo funciona un cacharro de esos”, me dijo mientras protestaba por lo caro que está todo. Lo normal, teniendo en cuenta que iba con mucha prisa, es que le hubiera dado dos o tres indicaciones y me hubiera marchado. No lo hice. Preferí acompañar a la señora hasta la puerta de la tienda. Parecerá una tontería, pero me sentí más que pagado con la sonrisa de la señora, con la tranquilidad que sintió cuando se vio dentro del sitio en el que sabía que le iban a vender el móvil. Me dio las gracias como si le hubiera hecho el favor de su vida. Me fui más contento yo que ella.
Todo esto me sirve como largo preámbulo para abordar un asunto que siempre me ha preocupado, el destino que se le da a las generosas contribuciones de los ciudadanos a tantas y tantas organizaciones que proliferan en el mundo y que se supone que se dedican a ayudar a los demás. Siento tener que decirlo, pero no me fío de este sistema. Creo que a veces se da gato por liebre y se juega con la buena -y en muchas ocasiones cómoda- voluntad de las personas. No me fío de un sistema que se basa en las donaciones masivas de dinero que controlan unos pocos, gente que se encarga de gastar ese dinero, con controles que no siempre son lo eficaces que debieran. No estoy diciendo que todas las organizaciones humanitarias sean iguales, no estoy diciendo que se defraude a todos aquellos que hacen los donativos y que no exista gente honrada que envíe hasta el último céntimo de lo recaudado para construir un pozo en Etiopía a los que tienen que construir el pozo en Etiopía. Lo que digo es que creo que hay otras formas de hacer el bien más rápidas y directas, y que este modo indirecto en muchos casos de apaciguar la conciencia no es del todo fiable. Si no, que se lo digan a la gente que ha dado dinero a Anesvad, una de esas organizaciones cuyo presidente, José Luis Gamarra, fue detenido en Bilbao por haberse llevado (presuntamente) el dinero que estaba destinado entre otras cosas a luchar contra la lepra. Desgraciadamente, hay otros muchos tipos como este por el mundo. Les mueve la codicia, y se estresan haciendo el mal.
Mi particular teoría sobre esta cuestión tiene que ver con una acción directa del bien, un bien de cercanías. Es decir, ser bueno y generoso con aquellos que uno tiene más cerca. Por eso siempre que puedo le doy dinero a la gente que lo pide por la calle. Tengo amigos que me regañan, que me dicen algo que me repatea: “para qué le das, seguro que se lo gasta en droga”. Me da igual en lo que se lo gasten. Me apunto a lo que le dijo con ingeniosa ironía Clint Eastwood en una película cuyo nombre no recuerdo a un vagabundo que se encontró por la calle y le pidió cinco dólares: “sólo espero que no te lo gastes en comida”.
Yo espero que la gente que lea esto y que se deje influir por la opinión de este juntaletras no deje de hacer donativos, no deje de enviar dinero a aquellas organizaciones en las que haya depositado su confianza. Ahora, conmigo que no cuenten. También espero que esa misma gente reflexione y se decida a practicar el “bien de cercanías”, si es que no lo practican ya. Encontrarán un nuevo placer que muchos desconocían.