Muchas mujeres, y algunos hombres, nos acusan a los aficionados al fútbol de estar locos. Y tienen razón. De lo contrario uno no se explica por qué se monta tanto revuelo por ver, como diría mi madre, a 22 tíos en calzoncillos corriendo detrás de una pelota -nunca he querido corregir a la mujer que me dio la vida, pero en realidad son 25, porque el árbitro y los dos jueces de línea también van por el campo corriendo con las canillas al aire-. El caso es que se nos reprocha con razón el habernos convertido todos los aficionados en culpables de que el negocio del fútbol haya engordado tanto como lo ha hecho Ronaldo en las últimas temporadas, de que David Beckham sea un multimillonario “icono metrosexual” -mira que se dicen y se escriben boberías- que es admirado allá donde va porque los calzoncillos le quedan un poco mejor que al resto o de que las grandes cadenas de televisión se gasten auténticas burradas de dinero en derechos de retransmisión e imagen para luego obtener auténticas burradas de dinero a través de la publicidad. Sí, ya sé, los futboleros, que es como se nos llama, somos lo peor. Una raza distinta, eso sí, ni peor ni mejor que los que se tragan los grandes hermanos, las modelos de su vida y las machangadas de ese pelaje. Lo malo de este asunto es que somos millones los que engrosamos la lista, todos de distinto padre y madre y de profesiones, religiones y credos de lo más variopinto. El fútbol es así, que dirían los magos del lenguaje que corren en calzoncillos detrás del balón o ilustres catedráticos como Michel, al que Dios, harto de escuchar sus sandeces, encontró pronto un banquillo y lo retiró de la tele. Tanta pedantería futbolera sacaba de quicio hasta al más paciente de los santos, que creo que era el Santo Job. Alguien escribió en su día -ya no sé si yo fui el primero, porque soy malísimo para esto de las citas- que el fútbol ha sustituido a la religión en eso de ser el opio del pueblo, esa droga que Karl Marx rescataba en el siglo XIX para definir lo absurdo de una sociedad a la que los símbolos y la fe en el más allá habían lavado el cerebro. Eso es el fútbol para los futboleros, una especie de droga que nos saca de la rutina diaria y nos proporciona un rato de diversión, relajo y, por qué no decirlo, de felicidad.
Somos por así decirlo un tropel de fumadores de opio que vivimos en un gigantesco fumadero, en el que el poder de la adormidera provoca efectos terribles. En estos momentos en España se ha reabierto un interesante debate nacional que tendrá la duración que determinen los resultados. Mucha gente comienza a ver debilidades del Barcelona que antes no veía y virtudes del Madrid que antes tampoco veía. Creo que es un error. Ni el Madrid de Schuster es tan bueno como parece en este arranque de temporada ni el Barcelona de Rikjaard es tan malo. La gente, guiada por la casi siempre exagerada prensa deportiva, se dedica a crear héroes y villanos de un día para otro. No puede ser.
Este fin de semana, el domingo para más señas, se celebra otro “partido del siglo” entre los dos clubes más poderosos y que mejor fútbol hacen en el mundo. Sí, mejor fútbol, incluyendo al Madrid. Tiene razón mi compañero Miguel Ángel de León cuando critica a muchos cronistas deportivos, y cuando llama la atención por un fenómeno curioso que ha sucedido este año, el cambio del horrendo término “derby” por el de “clásico”. Parece como si el gusano de la Real Academia se hubiera metido dentro de todas las redacciones, como si en forma de virus hubiera borrado de golpe y porrazo el anglicismo.
El clásico, por tanto, se disputa este domingo. No me lo pierdo, aunque tenga que pagar por verlo. Si gana el Madrid, y estoy seguro de que gana (1-2 he puesto en la porra que hicimos este jueves en la radio), la distancia será insalvable para los azulgranas y para el resto de perseguidores. Si gana el Barcelona, que estoy seguro de que no gana, habrá más emoción. Sólo eso, más emoción.