jueves. 08.05.2025

Todos los días paso por la puerta de tu despacho y la golpeo con la mano abierta. No sé por qué lo hago. Tal vez quiera creer que estás al otro lado, que todavía no te has ido. Si estás entre nosotros, seguro que estás ahí, sentado en tu confortable sillón de cuero, jugando un solitario y esperando a que alguno de los tuyos entre por la puerta. La puerta está cerrada, las llaves ya no suenan. Y los tuyos estamos al otro lado, intentando hacer lo que me encargaste que hiciéramos, continuar con tu legado. No va a ser fácil, no nos lo están poniendo fácil. Si los del lado oscuro estuvieron a punto de terminar contigo, imagina lo que pueden hacer con nosotros. Somos presa fácil.

Siempre sonreías cuando entraba por la mañana. Sé que me esperabas, y no sólo para preparar la faena. Lo hacías para meterte con el Madrid, que últimamente anda peor que nosotros, y para contarme el último chisme político, tu otra gran pasión. Te gustaba escuchar mi opinión, aunque no siempre me hicieras caso. Lo sé, y lo sabe casi todo el mundo, que tu confianza en mí era plena, como lo era en Paqui y en todos los que te rodeábamos. A cambio nosotros hicimos lo que hace la gente bien nacida, agradecimos tu confianza ayudándote en el momento en el que necesitaste que te ayudáramos. En eso se basaba nuestra relación laboral, en la confianza. Lo personal era distinto, mucho más profundo, mucho más enraizado. Por cierto, te dije que no me iba a dar tiempo a comerme la caja de papas que me trajiste, porque me iba de vacaciones. Tenías razón, otra vez. Ya no me voy de vacaciones, y el otro día transformé la última papa en tortilla.

Han pasado dos semanas, y no te imaginas lo que te echamos de menos. Y eso que te has ido sin avisarnos, sorprendiendo una vez más a tu gente, a la gente que tenías preparada para cualquier sobresalto, siempre alerta, siempre dispuesta a esperar cualquier cosa... Cualquier cosa menos tu muerte. Yo no la esperaba, y no te lo perdono, porque contigo se ha ido una parte de mi alma, un trozo que me lo han arrebatado de cuajo y sin pedir permiso.

Recuerdo lo triste que te pusiste el día que murió Nicolás de Páiz, otro de los grandes hombres y nombres que ha dado esta tierra y que hemos tenido la desgracia de perder también este año. Como siempre, buscaste algo que me hiciera esbozar una sonrisa cuando te expliqué lo mucho que apreciaba al que en otro tiempo fue tu adversario político, y bromeaste con la posibilidad de que tú también murieras este año y Manuela Armas (Doña Manuela o Mela para ti) tuviera que decretar luto oficial en el Cabildo. “Me imagino su cara y me parto de risa”, me soltaste. Era evidente que no lo decías en serio, que no pensabas morirte, ni este año, ni el que viene; tampoco el siguiente. Tu idea era llevar hasta el final tu condición de orgulloso hariano, y cumplir con la máxima de que allí la gente muere como pronto a los ochenta años.

Me hace mucha gracia escuchar y leer estos días las opiniones y reflexiones sobre tu vida de cantidad de personas que no tienen ni la más remota idea de quién eras. Gente con la que apenas intercambiaste un par de conversaciones, gente a la que probablemente impresionaste con tu ingenio y con tu insuperable conversación y poco más. Me hace mucha gracia porque no saben quién era Agustín Acosta Cruz. Yo sí lo sé. Tú me lo mostraste. Me trataste como a un hijo, y yo siempre te vi como a un padre. No me lo invento, me lo repetías una y otra vez, sobre todo este último año. Y no era fácil que te abrieras a los demás. De hecho, esa coraza que te inventaste un día para hacer invisible tu timidez te hizo daño, proyectó una imagen de ti que estaba muy alejada del verdadero ser humano que llevabas dentro. Pero conmigo te comportabas de forma diferente. Me regañabas, me aconsejabas, te burlabas de mí por mi increíble falta de tino a la hora de juzgar a las personas. “Tú siempre te fías de todo el mundo, y así te va”, me decías. Y así nos iba, porque tú eras igual o peor que yo, un confiado que además era incapaz de guardar rencor. Me asombraba la facilidad con la que te enfadabas con alguien y te reconciliabas casi al mismo tiempo, con algunos, además, después de muchos años. Yo no tengo esa capacidad. Como dijo Enrique Múgica cuando le preguntaron por los asesinos que le pegaron un tiro a su hermano Fernando, ni olvido, ni perdono.

No puedo perdonar lo que te hicieron, no puedo olvidarlo. Cómo perdonar estos tres últimos años, cómo olvidarme de aquellos que no te dejaron descansar un solo día. “Déjalo estar, no te calientes, haz caso a mi santa madre y no escribas bajo el influjo del enojo, que te equivocarás”, me estarás diciendo ahora mientras trato de dar sentido a estas líneas. No sabes cuánto te echo de menos y cuánto me está costando explicarte lo que se me pasa por la cabeza. Pero no me caliento, Agustín, algunos quieren reescribir la historia, quieren borrar el pasado para inventar un nuevo presente. Y no lo voy a permitir, no lo vamos a permitir. Aquí estamos todos unidos alrededor de tu proyecto; tristes, pero estamos. Lloramos mucho, sobre todo Paqui, que te echa de menos tanto como yo y que se pone triste por las tardes cuando no oye tus llaves y no te ve entrar en nuestro modesto y recogido despacho para conversar con nosotros y para que ella te diga lo guapo que sigues estando a pesar de los años, alguno más de los que confesabas.

Otros han sido los que han corrompido tu memoria, se han burlado de la verdad, y lo que es peor, han quebrado tu voluntad. Por respeto a ti sigo sin escupir lo que pienso, y por respeto a ti me mantendré en mi sitio hasta que entienda que la lucha deja de tener sentido. Eso sí, que nadie me meta el dedo en el ojo, porque se puede llevar una sorpresa.

Por una vez incumpliste la máxima del buen periodista que eras: te convertiste en noticia. Desgraciada noticia. Coincido plenamente con aquellos amigos de verdad que han centrado sus alabanzas en tu insuperable capacidad de trabajo y en tu incorregible pasión por el periodismo. No recuerdo un solo día en el que no trataras de robarnos alguna noticia, no recuerdo un solo día en el que no sintieras celos profesionales de los que te rodeábamos, que no pensaras que podíamos contar o escribir algo que a ti se te hubiera escapado. Es verdad que te fuiste como Rodrigo Díaz de Bibar, cabalgando después de muerto. También es verdad que te habría gustado morir en plena batalla, en la radio, como tantas y tantas veces me repetiste.

Agustín Acosta Cruz no se moría. Es otra de las muchas mentiras que los habitantes del lado oscuro propagan por ahí. Agustín Acosta Cruz vivía más que nunca; estaba contento, ilusionado, feliz... Por primera vez en el último año habías hallado la luz al final de un túnel que no parecía tener fin; habías encontrado la fórmula para poder cumplir con tu gente, con tus trabajadores. El sábado te dieron una buena noticia, pero la herida venía de antes.

Siempre recordaré lo orgulloso que estabas de todos nosotros, de aquellos que te demostramos en vida que vale la pena pelear contra los que se instalan en el mal y viven de él, incluso a sabiendas de que la lucha irremediablemente va a terminar en derrota en un mundo de preguntas sin respuesta en el que los mejores se van y los peores se quedan. Pero ya sabes que basta con que el hombre de bien no haga nada para que el mal triunfe, y hay muchos hombres de bien que quieren que tu voz permanezca viva, no anide en el olvido.

Agustín, tú lo sabes y yo también que no se te trató bien en vida. Tampoco se te está tratando bien una vez muerto. En vida los políticos que con tanto ardor combatiste fueron incapaces de nombrarte Cronista Oficial de Lanzarote, título que tenías más que merecido. No digamos ya Hijo Predilecto o algún otro nombrete similar. Tampoco te preocupaba en exceso, aunque el lado vanidoso que todos llevamos dentro te hiciera cabrear de vez en cuando y pensar que tu gente no valoraba tu obra. Sabes que no era cierto. Y lo sabes porque muchas personas te comparaban con tu amigo César, con el que has llegado a compartir incluso la forma de morir. Lo tuyo no ha sido un accidente, pero sí ha sido de repente, sin avisar, y ha dejado descolocado a todo el mundo. Me dicen los muchos amigos que te quedan (muchos más de los que tú creías) que van a hacer lo posible para que se reconozca tu labor, para que se reconozca, sobre todo, tu incondicional amor por Lanzarote, ese pequeño pedazo de tierra erguida en medio del Atlántico a la que amabas por encima de cualquier otra cosa.

Podría contarte muchas cosas más, pero tampoco quiero aburrirte, no vaya a ser que te levantes para ir al baño como hacías cuando el invitado de turno se enrollaba más de la cuenta. Otro día te cuento cómo van las cosas, te explico qué estamos haciendo para no mancillar tu memoria, para que sigas estando orgulloso de todos nosotros. Eso sí, esta tarde me iré a casa y volveré a deslizar la mano sobre la puerta de tu despacho. No sé por qué lo hago, sólo sé que estás con nosotros, que nos estás ayudando.

Hasta luego, maestro, hasta que nos volvamos a ver.

A mi maestro, donde quiera que esté
Comentarios