sábado. 03.05.2025

Todos tenemos en la vida años que por una razón u otra nos han dejado una huella especial. Yo recuerdo así a bote pronto 1991, un año en el que me pasaron muchas cosas buenas y en el que cumplí 19 años el 19 de mayo de dos 19 más, los del 19-91. Pero sobre todo recuerdo 1997, el año en el que se produjeron varios acontecimientos que cambiaron mi vida. Por orden cronológico, fue el año en el que me enamoré profundamente de Lanzarote, fue el año en el que empecé a trabajar con Agustín Acosta en el mismo lugar en el que diez años después nos vemos las caras todas las mañanas, y fue el año en el que conocí a la persona con la que hoy tengo la suerte de compartir mi vida y con la que he tenido la mejor hija que se puede tener. Sin duda me quedo de todo con esto último. Además, 1997 fue el año de las noticias de impacto. Pasó de todo. Fue uno de esos años en los que los acontecimientos de trascendencia se suceden uno detrás de otro.

Hace unos días vi en la tele el concierto que se hizo para rendirle tributo a Diana de Gales, Lady Di. Murió precisamente ese año. Recuerdo perfectamente el día. Era 30 de agosto de 1997, era sábado. Es como lo que se preguntaba antiguamente, ¿qué hacía usted cuando el hombre llegó a la Luna (ejem, ejem) o cuando asesinaron a Kennedy? Todo el mundo parecía acordarse. Son días que se te quedan grabados a fuego. Yo estaba en la playa del Reducto descansando; escuchaba la radio y dieron la noticia. No lo podía creer. Era una de esas muertes que te sobrecoge, que no esperas. De esa gente que de tanto verla en la tele, en los periódicos y en las revistas parece uno más de tu familia. Mucho más si como en el caso de Diana de Gales el personaje te cae bien. Todavía falta mucho para que sepamos la verdad de lo que ocurrió en esa extraña y trepidante carrera por las calles de París que terminó con su Mercedes sin blindar estampado contra un muro de un ahora visitadísimo túnel.

Sin embargo, no fue la muerte de Diana de Gales la que más me impactó ese año. Hubo otra que todavía tengo presente y que me pone la carne de gallina: la del concejal del Partido Popular (PP) de Ermua Miguel Ángel Blanco. Todo el mundo -al menos la gente sin piedras en el corazón- vivió con increíble angustia las horas que transcurrieron desde que los pistoleros de ETA le secuestraron hasta que decidieron pegarle un tiro en la nuca y abandonarlo en un descampado, como si fuera un perro. A lo largo de 48 interminables horas de espera la sociedad española salió masivamente a la calle para mostrar su rechazo y para gritar que iba “a por ellos con la paz y la palabra”, una frase que pronunció la maravillosa periodista Victoria Prego en la lectura de un comunicado en la manifestación del día 14 de julio en Madrid. Pero se gritaron otras cosas antes que tal vez salían más de las vísceras. “No son vascos, son hijos de puta”. Lo recuerdo perfectamente. Era un grito colectivo de rabia, de impotencia, de frustración. Fue una de las pocas veces en las que el pueblo español salió a la calle olvidándose de rencillas políticas o ideológicas. Era tal la injusticia que se estaba cometiendo, tal la desfachatez de la banda terrorista, que había que intentar hacer algo, aunque la mayoría supiéramos cuál era el destino del joven político, cuyo único delito fue intentar defender unas ideas distintas a la de los radicales en un lugar donde no ser independentista te marca para siempre.

También me acuerdo de lo que pasó en Lanzarote. Como en el resto del país, la gente salió a la calle, casi de forma espontánea. Miles de personas se juntaron para recorrer la principal arteria de la capital. Si no me falla la memoria, que me falla y bastante, creo que llegamos a la explanada del antiguo Parque Islas Canarias -era la época en la que el Arrecife Gran Hotel lucía avergonzado su esqueleto renegrido y oxidado-, y allí se leyó un manifiesto. Creo recordar que fue una jovencísima Olimpia Martín, por entonces enrolada en las filas del PP, la que pronunció unas palabras que también se me quedaron grabadas. No había duda. Todos, menos los asesinos, pensábamos lo mismo. Era una canallada, una innecesaria y absurda agonía que no sirvió para nada. O sí, sirvió para que algunas cosas que tenían que cambiar en este país llamado España cambiaran para siempre.

Este martes se volvió a recordar con censurable timidez en los medios el triste día en el que Miguel Ángel Blanco fue secuestrado por ETA. Han pasado diez años, y han pasado muchas cosas. Algunas buenas, otras malas, otras terribles. Lo mejor, que la banda terrorista ETA ya no es lo que era. Espero que siga estando como está ahora, y que no se le vuelva a dar alas con el estúpido pretexto del manoseado enfrentamiento político que existe en estos momentos entre el Partido Socialista (PSOE) y el Partido Popular (PP), que lo único que persigue es rédito electoral de cara a las generales que están a punto de caernos encima. Espero además que los sentimientos que inspiraron lo que se conoció como el “Espíritu de Ermua” se respeten, y no se ultrajen como se están ultrajando, incluso por parte de alguno que también fue víctima de la barbarie y que ahora parece haberlo olvidado. 1997, un año que cambió mi vida para siempre.

1997, el año de los acontecimientos que cambiaron mi vida
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