sábado. 03.05.2025

Decía un humorista ruso haciendo sátira sobre la guerra fría que Europa debería agradecer a los rusos la Revolución de Octubre, porque del susto que se llevaron los capitalistas al imaginar que sus obreros podrían hacer lo mismo construyeron el socialismo. Y pensándolo bien no es ninguna tontería. Mientras la Unión Soviética vivía sus mejores años fue un referente para millones de trabajadores en todo el mundo. De hecho, la caída de la URSS supuso una pérdida casi irrevocable del idealismo marxista que durante casi un siglo y medio inspiró a los socialistas europeos. Y mientras los obreros tenían ideales, los propietarios temían la repetición de una revolución proletaria en sus cómodas democracias hechas a la medida de los pudientes. En pleno apogeo tecnológico y con una población más bien escasa, el crecimiento económico acompañaba, y los capitalistas inventaron el estado de bienestar. Así aparecieron la sanidad pública, la educación para todos, la seguridad social y las pensiones. Y para rebatir las ideas marxistas sobre la desigualdad social, los funcionalistas, una corriente científica profundamente capitalista, inventaron la teoría del ascensor, según la cual todo ser humano, independientemente de sus orígenes, podría ascender en la escala social gracias a sus méritos. En oposición al concepto marxista de clase acuñaron otro término para referirse a la posición de cada individuo en esa escalera social, el estatus. Lo curioso es que les fue bien con la teoría durante casi tres décadas, pero no tuvieron en cuenta la demografía. Nada hacía prever que el bienestar para todos llevaba una sorpresa en el lote - el crecimiento de la población, que llegado a un punto dejó el ascensor atrapado entre las plantas de ese edificio que representa la sociedad. Y es que desde que Alexander Fleming inventó la penicilina, y apareció más tarde la seguridad social, la humanidad, paradójicamente, se abocó a una desigualdad inherente a la superpoblación. En los aún incipientes estados de bienestar ya no hay buenos trabajos para todos. Llegados aquí, en la década de los ochenta, y con el ideal marxista en coma ante el colapso de la Unión Soviética, los capitalistas decidieron pisar el freno, olvidarse de las reformas sociales encaminadas a la igualdad, y procurarse un buen futuro para sus descendientes. Así cobró sentido otra teoría, de manos de la nueva izquierda ya decepcionada con el modelo de socialismo real, que nos habla de la reproducción social. Recuperando la noción de clases, nos dice que éstas tienden a reproducirse. Y éste es el momento histórico que nos toca vivir. Pocos son los hijos de obreros que acaban siendo científicos, y si lo consiguen, probablemente se conforman con un empleo mal pagado. Con su herencia nunca podrán abrir su propia empresa. Mientras tanto, los retoños de las clases más pudientes van a las mejores escuelas bilingües, se titulan en universidades privadas, a menudo porque no les llega la nota para entrar en la pública, y van al extranjero a mejorar su inglés, mientras que sus atentos progenitores se encargan de pagar las facturas.

La paradoja del estado de bienestar
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