En la mañana del miércoles, 4 de octubre del año en curso, hizo su primera aparición, fugaz pero siempre bendita y bienvenida, la primera lluvia de este otoño de 2007 recién estrenado. Apenas fue un aguacerillo, suave y de corta duración (nada que ver, afortunadamente, con lo que ha sucedido en las últimas horas en muchos puntos de la Península, donde la lluvia ha causado auténticos estragos y se ha llevado varias vidas), pero el lanzaroteño de cierta edad, para quien el agua celestial sigue siendo un maná divino, no puede evitar alegrarse, acaso recordando otros tiempos ya idos, cuando esa lluvia obraba luego el otro milagro en forma de unas buenas cosechas. Para ese isleño de isla adentro, la auténtica buena nueva apenas tenía nunca relación con la política ni ningún otro artificio social. La noticia verdaderamente grata era la que hablaba de la llegada de las lluvias. Algo que, para las nuevas generaciones, se ha tornado ahora en una molestia meteorológica, cuando no una simple anécdota o extraño fenómeno.
Para ese canario que se crió ajeno al fenómeno laboral relacionado con el turismo, las improductivas matraquillas o constantes peleas políticas insulares que copan actualmente casi todos los titulares periodísticos tanto le da que le da lo mismo. Ni las entiende ni quiere saber nada de ellas. Es un mundo que le sigue siendo ajeno, como ajeno es el suyo a ojos de los que hoy no alcanzan a comprender por qué el viejo de la casa le da tanta importancia a unos simples chubascos “que no valen para nada, como no sea para estancar más Arrecife”, según oye refunfuñar a la nieta, que anda ya temiéndose unas discotecas inundadas y una lluvia ejerciendo de perfecta de aguafiestas.
Ese viejo isleño, cada día más aislado en su isla y en su mundo, tampoco alanza a comprender por qué los llamados hombres del tiempo de la tele llaman, invariablemente, "mal tiempo" a lo que él tiene, desde chinijo, como el mejor tiempo posible. También estos nuevos meteorólogos parecen vivir hoy en otro mundo ajeno al de sus colegas de hace unos lustros o décadas.
El viejo lanzaroteño sigue teniendo por cierto, porque esa lección viene de muy atrás, que si algún motivo auténtico y bien fundamentado tenemos en esta desdibujada isla para celebrar algo es la llegada de las lluvias, por más y por mucho que el beneficio para la poca agricultura y ganadería que nos va quedando a día de hoy sea ya más bien escaso, tirando a nulo. Puede que sea un tic de la memoria del tiempo de los abuelos. Un pellizco de inútil melancolía, quizá. Sí, puede ser eso: un recuerdo engañoso. Pero unos chubasquitos siempre se agradecen en una tierra en donde el agua, hasta casi ayer, siempre fue bienvenida, así llegara pronto o tarde, así fuese mucha o poca.
Casualmente, entre los más viejos del lugar tienen muy mala fama los años que terminan en 7 -como el actual-, con respecto precisamente a los registros pluviométricos. Históricamente, han dejado muy poca agua en el campo insular. Sin embargo, fue lo cierto que el primer mes de este año 2007 nos trajo también las primeras lluvias, por las que llevaba meses esperando la siempre agradecida tierra conejera, que al momento empezó a verdear gracias a aquellas aguas tranquilas y vivificadoras con las que arrancó este año, nueve meses atrás. Ahora, el otoño nos vuelve a traer unas gotas. Son las primeras y ojalá no sean las únicas ni las últimas de la estación. Pero, cuidado: en plena carrera hacia las urnas, ante esas elecciones generales del próximo mes de marzo, existe también el serio peligro de que algún partido político o representante del mismo en cualquier institución pública se termine atribuyendo el día menos pensado el mérito de la lluvia, tal es el grado de descaro y de pericia en el arte de vender humo al que han llegado los profesionales del engaño (de la política, queríamos decir). Por aquí, agua sigue cayendo poca, pero la lluvia de infructuosas promesas políticas terminará ahogándonos a todos.