Algunos vecinos de Titerroy han resuelto convocar una manifestación de protesta contra el tráfico de drogas que se produce, incluso a plena luz del día y hasta delante de los colegios, en la popular y populosa barriada arrecifeña. Aunque la protesta de marras les pueda parecer a muchos como una especie de grito en el desierto que no resolverá el problema de fondo, o un inútil intento de matar moscas a cañonazos, lo cierto es que tienen todos el derecho y no pocas razones a su favor para hacer pública esa protesta ciudadana. Cosa distinta será los resultados palpables que se obtengan, que por ese lado somos casi todos muy escépticos.
Lograr, por ejemplo, que los drogadictos o los traficantes sean apartados del tristemente afamado Parque de los Pinos de Titerroy sería un avance, sin duda. Pero no es una solución definitiva, sino un mero parcheo de un problema que no se arregla sólo con buena voluntad ciudadana o policial. Hay que tirar por elevación, y ese tiro nos llevaría a instancias políticas mucho más altas... y alejadas, casi siempre, de los padecimientos vecinales. En fin, un debate muy profundo y con muchas aristas, que no es nada nuevo porque ya viene de muy antiguo.
La todavía reciente emisión de dos reportajes sobre la drogadicción en Lanzarote en sendas cadenas televisivas de alcance nacional, en plena campaña electoral, pareció haber desatado una alarma que en las últimas fechas parecía algo larvada. Tal parece que la bofetada duele más si te la propinan desde fuera que si te la dan en casa. Pero lo de menos es que ambos reportajes, emitidos en Televisión Española y la cadena Cuatro hayan tenido una mayor o menor repercusión en toda España. Lo verdaderamente importante es que la situación de los drogadictos en la capital lanzaroteña es la que es, con o sin reportajes televisivos. El resto es secundario, casi una anécdota comparado con la gravedad de ese enorme problema social.
Es sabido que el narcotráfico va inevitablemente unido a la delincuencia y la inseguridad ciudadana. Y se puede, aunque no se deba, intentar maquillar, disfrazar o relativizar la triste realidad que constituye esa creciente y más que preocupante inseguridad que se está viviendo en las últimas fechas en Lanzarote, que nos ha llevado a ocupar “privilegiados” lugares de portada en toda la prensa del Archipiélago en los últimos años. Ahora, además, nos prestan atención las grandes cadenas televisivas nacionales.
Podemos hacer oídos sordos incluso a las protestas ciudadanas, como la que han organizado en Titerroy, y a la principal preocupación de la totalidad de los vecinos. Desde la indolencia política se puede hacer todo eso y más. Ante graves situaciones como las aquí descritas, los políticos suelen mirar para otro lado, y se dan a la penosa y poco responsable tarea de echar balones fuera y culparse los unos a los otros de sus respectivas ineptitudes. Pero lo peor es la constatación empírica de que, cuando desde dos bandos públicos se acusan de incompetencia, casi siempre ambas partes llevan razón.
Es lo cierto y fácilmente verificable que lo que hemos dado en llamar inseguridad ciudadana ha aumentado en las últimas fechas en la capital conejera en unos porcentajes tan elevadísimos y desproporcionados que ha terminado alarmando al mismísimo Ministerio de Interior. Una inseguridad ciudadana que es, en gran medida, consecuencia directa o indirecta del tráfico de drogas, como no ignora a estas alturas ni el más despistado de la clase. Desde hace años, las críticas ciudadanas son prácticamente unánimes (todo el mundo se queja por todas las esquinas de lo mismo), las denuncias se amontonan en juzgados y comisarías (las que se presentan, que son una minoría, pues se ha perdido la confianza en la eficacia de las fuerzas policiales y judiciales), el miedo a andar por la calle es cada vez mayor puesto que los atracos o los tirones se producen a plena luz del día y en cualquier rincón. En suma, una situación insostenible. De nosotros (y sobre todo de nuestras supuestas autoridades políticas) depende afrontarla como es debido o seguir cerrando los ojos ante la grave realidad.