Finalizado el largo período vacacional (por lo que hace y respecta a maestros y alumnos, se sobreentiende, pues el resto de los mortales disfrutamos de vacaciones más modestas y fugaces), arranca esta misma semana de septiembre el grueso del curso escolar 2006/07. Un curso en el que, un año más, no serán sólo los alumnos los que tengan que someterse a los exámenes de turno. También el propio sistema educativo en las islas -que no ha obtenido las mejores notas en los últimos lustros, como nadie ignora- es susceptible de recibir un aprobado o un suspenso colectivo. Ojalá sea esta vez lo primero, que ya va siendo hora.
Nos hemos hecho eco en más de una ocasión y en este mismo espacio editorial de las justas y razonables reclamaciones que en materia educativa se siguen haciendo desde las islas periféricas de Canarias, como es el caso concreto -si hablamos de estudios de rango superior o universitario- de Lanzarote y su ansiado campus, pues siguen sin cubrirse muchas necesidades básicas en esa materia. Pero hoy nos centramos, concretamente, en los primeros estadios de la Enseñanza, que son los que ya van diseñando o forjando el futuro profesional y humanístico de los alumnos.
Lamentablemente, la realidad educativa en Canarias es muy tozuda, y está todavía más contaminada de sombras que de luces. Las frías cifras no engañan. Y ellas nos recuerdan, periódicamente, que Canarias sigue siendo, a principios de este siglo XXI que ya ha cogido velocidad de crucero en tantísimos avances tecnológicos y formativos, una de las regiones españolas con mayor índice de fracaso escolar, y además con diferencia sobre el resto de las comunidades españolas. Con escandalosa diferencia, incluso. Eso por poner el ejemplo más llamativo y el que también suele causar más alarma y acaparar más titulares periodísticos. Pero nadie, o casi nadie, parece querer darse por aludido ni por enterado ante esa amarga realidad y esos pésimos resultados... y muchísimo menos los directamente implicados en ese fracaso escolar, que no son exclusivamente los alumnos, como es lógico y fácil suponer, por más que muchos estén influidos por eso que llaman el entorno social, las amistades peligrosas, los problemas familiares (eso cuando existe una familia propiamente dicha, que a día de hoy es una institución casi en peligro de extinción), la televisión, los juegos electrónicos, etcétera. Esa otra verdad del entorno poco favorable o favorecedor para los estudiantes potenciales, empero, no ha de ser excusa para orillar las responsabilidades en quienes, al menos en teoría, las han de asumir.
Como los avestruces, en más ocasiones de las que sería de desear los supuestos responsables políticos y educativos esconden la cabeza bajo el ala ante la reiterada constatación de ese hecho: el alarmante y creciente fracaso escolar, a todas luces inaceptable. Como mucho, a lo más que llegan estos responsables, que a veces no responden a su cometido principal, es a echarle toda la culpa de ese creciente fracaso estudiantil al mencionado entorno social y familiar. La excusa, en un principio, podía tener un pase y servir como justificación momentánea. Pero ya, por repetida y manida, sólo suena a lo que es: mera excusa para no asumir las responsabilidades por parte de las autoridades políticas en la materia y, precisa y paradójicamente, del profesorado más mimado y mejor pagado de toda España. También ahí las cifras cantan, y pocas veces la comparación resulta tan odiosa.
Para mal de males, verdad es también que en no pocas ocasiones determinados sindicatos gremiales, que no han sabido disimular su exclusivo interés corporativista y han hecho olímpico desprecio del supremo interés del alumnado (que debe ser siempre el principal protagonista cuando se habla de Educación, no se olvide), han contribuido igualmente a crear esa suerte de fobia social hacia el profesorado, que se refleja luego en indiferencia o en manifiesta indignación cada vez que en la calle se oye hablar de una nueva protesta o huelga educativa. Pero es lógico que quien siembra vientos acabe recogiendo tempestades... o soledades, tanto da.
Voces más que autorizadas han señalado ya con el dedo a los responsables políticos o educativos que han colocado a la Enseñanza canaria en el pelotón de los torpes, en comparación con la que se imparte en el resto de España. Y es que, ciertamente, son incomprensibles esos elevados y vergonzantes porcentajes de fracaso escolar, sobre todo si se tiene en cuenta que, como no ignora ni el más despistado de la clase, los profesionales canarios son privilegiados a escala nacional: son los que se hicieron con la dichosa homologación; los que ensayaron la también "dichosa" (para ellos, no está tan claro que también para los alumnos y mucho menos para los padres) jornada continua, sin que se aplicase el previo compromiso de las programaciones extraescolares; los que han superado todas las marcas en innecesarias y ociosas comisiones de servicio... y suma y sigue en toda una carrera de despropósitos.
El fracaso escolar y el consiguiente fracaso educativo habla por sí mismo, sin la necesidad de que lo "interpreten" o hagan una lectura claramente interesada los que no quieren ver la evidencia. El reto o la meta para el curso que esta semana se inicia -y los que vengan- debería estar ya más que claro en la mente de las autoridades políticas y educativas: reducir a lo máximo ese índice de fracaso estudiantil. Y en esa empresa no son sólo los alumnos los únicos que están llamados a hincar los codos...
