lunes. 12.05.2025

Es necedad la necesidad de tomar el verano como tiempo para dedicarlo exclusivamente a la playa, la procesión religiosa, las romerías, las mil y una verbenas o la discoteca. Hay una tercera o cuarta vía, que para algunos puede ser la primera o principal, y que en cualquier caso es mucho más provechosa que casi ninguna otra: la lectura. No descubrimos ningún océano, es cierto, pero a veces hay que insistir en recomendar esa costumbre que parece que se va perdiendo, ahora que la idiocia colectiva parece contaminarlo todo. Empieza incluso a estar mal visto hablar del bendito vicio de leer en estas precisas fechas de burricie generalizada y de teledependencias catódicas o catatónicas.

Muchos sociólogos, apuntados a futurólogos, alegan que Internet, la denominada red de redes, acabará con el libro. Pero muchos no nos creemos ese negro barrunto o augurio, puesto que también se decía lo mismo del vídeo en una canción de la década de los 80 del siglo pasado que vaticinaba el final de la radio, y ha resultado justo al revés: el vídeo ya es una antigualla frente a la última tecnología digital, y la radio -que también se apunta a lo digital- sigue tan o más potente que nunca. En cualquier caso, habrá de darle tiempo al tiempo. Y el libro, aunque cambie de soporte y deje de editarse en el tradicional, secular y entrañable papel, puede incluso reciclarse en el propio Internet, como de hecho ya han demostrado algunos novelistas como nuestro vecino Alberto Vázquez-Figueroa, cuya última obra han podido leer antes en la pantalla del ordenador sus seguidores que en papel impreso. Pero el libro, o la obra literaria, sigue ahí. Y la bondad de la lectura sigue siendo igual de válida, hoy como ayer... y como mañana.

Mientras llega o no ese aciago día del que hablan los heraldos más pesimistas, incluso en España seguimos celebrando todavía el Día del Libro, y en regiones como Cataluña la tradición de regalar rosas y libros sigue incólume.

Precisamente en los libros, en negro sobre blanco y en todos los idiomas que en el mundo son, han quedado escritas para siempre las más sabias sentencias de las que se tiene noticia y memoria. Años antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, dejó dicho el prosista y filósofo romano Marco Tulio Cicerón que "un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma". Y, a riesgo de caer en la pedantería, es lo cierto que son cuasi infinitas las citas citables al respecto de la lectura y sus bondades, incluso cuando aquélla conduce a la locura, como le sucedió -por culpa de tantas novelas de caballerías- al ingenioso hidalgo de la triste figura que salió de la pluma no menos ingeniosa del hombre con una biografía tan accidentada y apasionante como Miguel de Cervantes Saavedra.

"Guárdate del hombre de un solo libro", advirtió el político inglés Benjamin Disraeli. Y su compatriota, el novelista y dramaturgo Graham Greene, católico y alcohólico (no necesariamente por ese orden), solía repetir que nuestra vida está hecha más por los libros que leemos que por la gente que conocemos.

El buen lector, como el escritor de raza, se puede permitir además el lujo de cultivar el sano ejercicio de la ironía. El periodista francés Paul Masson nos da un magnífico botón de muestra: "Los funcionarios son como los libros de una biblioteca: los situados en los lugares más altos son los más inútiles". Casi otro tanto se podría decir de los políticos lugareños, y el que lo dude sólo tiene que darse una vuelta por las principales instituciones públicas u oficiales de Lanzarote.

De los militares se suele creer, erróneamente, que odian los libros. Como toda generalización, también ésa es falsa. El oficial boliviano, Andrés Santa Cruz, habló en su día y momento de esta guisa: "Cinco cosas me agradaban mucho: leña para quemar, caballo viejo para cabalgar, vino añejo para beber, amigos ancianos para conversar y libros antiguos para leer".

Le quedan apenas unas horas a este verano de 2007. Las justas para leer al menos un buen libro.

El sano vicio de la lectura
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