Durante años, el discurso sobre las viviendas sociales ha girado en torno a la premisa de que deben estar destinadas a las familias más vulnerables, aquellas que se encuentran en situación de extrema precariedad. Y es cierto. Nadie puede cuestionar este punto. Sin embargo, ¿qué ocurre con todas esas personas que, aún trabajando, no pueden permitirse un hogar?
En Lanzarote, esta pregunta ya no es retórica, es la realidad cotidiana de muchas familias. Cada vez más familias con ingresos se ven fuera del sistema. No acceden a una vivienda social porque “ganan demasiado”, pero tampoco pueden alquilar en el mercado libre porque “ganan muy poco”. Y en medio de esta trampa, ven cómo los barrios se vacían de vecinos y se llenan de apartamentos vacacionales.
En Arrecife, la contradicción salta a la vista. Hay más de 3.000 viviendas vacías solo en la ciudad, y hasta 20.000 en toda la isla, según estimaciones recientes. Muchas de esas casas no están cerradas por casualidad, casi dos de cada tres están en manos de grandes propietarios o fondos de inversión. No se usan para vivir ni se alquilan a precios razonables, se mantienen vacías esperando que suba su valor.
Al mismo tiempo, los alquileres siguen disparados. En Arrecife, el precio medio ronda los 960 euros mensuales por un piso de 70 metros, tras subir un 25% en el último año. Y eso si tienes suerte. Porque en algunos barrios apenas hay oferta, y en otros, los precios son inasumibles para una familia trabajadora.
Dicho de otro modo, hay viviendas, pero están fuera del alcance. Y no por falta de esfuerzo, sino por un modelo que prioriza la especulación por encima del derecho a un hogar.
Es tan absurdo como alarmante. Se ha naturalizado que, incluso dos sueldos, no alcancen para vivir con dignidad. No hablamos de lujos, hablamos de pagar un techo, de criar hijos en un entorno estable, de no tener que elegir entre el alquiler o la comida. Mientras tanto, en nuestra isla, las viviendas vacías aumentan, muchas reconvertidas en activos turísticos o en inversiones que esperan mejores rendimientos.
La situación es insostenible, está siendo una tendencia estructural. Jóvenes que no pueden emanciparse, personas mayores con pensiones mínimas que no pueden tener su propio hogar; familias con hijos viviendo de manera temporal en habitaciones de pensión u obligadas a dejar su vivienda porque no pueden hacer frente a la subida del alquiler. Trabajadoras durmiendo en coches o compartiendo piso con desconocidos. Todo esto ocurre aquí, en Lanzarote, y cada vez con más frecuencia.
Esta trampa habitacional no es un fallo técnico, es el resultado directo de políticas públicas que han priorizado el mercado sobre el derecho. Las viviendas sociales, en lugar de ser una red de protección, se han convertido en una excepción extrema, como si el derecho a una vivienda digna fuera un premio reservado solo para quienes tocan fondo.
Pero no hay que tocar fondo para necesitar un hogar. No hay que vivir en la calle para necesitar seguridad. Y no hay que resignarse a compartir piso a los 40 para entender que algo se ha roto en el contrato social.
Si una familia con dos sueldos no puede permitirse vivir en la isla que sostiene con su trabajo, entonces el problema no está en ellos, está en el sistema. Y el silencio institucional frente a esta realidad es, en sí mismo, una forma de violencia.
Lanzarote no puede permitirse seguir mirando hacia otro lado. Necesitamos una política de vivienda valiente, planificada y firme. Porque no se trata solo de quién tiene más necesidad, sino de qué tipo de sociedad estamos construyendo si vivir bajo un techo digno se convierte en un privilegio y no en un derecho.