Dejábamos la pregunta abierta en mi último artículo: ¿cómo es posible que las derechas radicales tengan tanto tirón con mensajes tan simples y bárbaros? Las respuestas, a continuación.
La primera gran debilidad, el gigantesco error que nunca debieron haber cometido: la vergonzosa traición a la lucha de clases, olvidando que las izquierdas nacieron como parte de un movimiento obrero articulado en torno a la lucha de clases, contra la explotación capitalista, por una redistribución justa de la riqueza y una mejora de las condiciones de vida. Era eso y no más, ese es el nervio central. ¿En qué momento se volvieron urbanitas, intelectuales, clasistas y acomodadas? Quizá cuando sacaron la bandera blanca y se rindieron a la hegemonía del capitalismo como fin de la historia, y desplazaron sus referentes de lucha hacia las minorías identitarias. Es sencillo de entender, la lucha de clases de las izquierdas de antaño, abogaban por una enmienda a la totalidad, y en el más moderado de los casos eran incómodas para el sistema, porque apuntaban a intereses económicos de verdad. Las izquierdas blanditas de hoy en día, lo han sustituido por luchas identitarias parciales (género, libertades sexuales, diversidad cultural, minorías racializadas), o por luchas de corte universalista que se escapan en mucho de los problemas locales o estatales que en verdad afectan a la gente. Luchas, legítimas en todo caso, pero que en poco o en nada cuestionan el núcleo del capitalismo, que no es otra cosa que lo económico. Y no digo yo -aclaro-, que no sea justo y oportuno manifestarse contra el genocidio de Gaza, por ejemplo, de hecho yo también me manifiesto, pero se me antoja harto difícil cambiar algo de lo que ocurre en esa parte del mundo, cuando sabemos ya desde hace tiempo que la geopolítica pasa olímpicamente de lo que digan los ciudadanos, salvo que las revueltas sean muy masivas, mantenidas en el tiempo y decididas a apostarlo todo, incluso la integridad física. Entretanto, echo de menos el mismo interés y la misma concurrencia ciudadana cuando desahucian a una familia precaria, en ese suicidio colectivo que es hoy la falta de vivienda en este país, y especialmente en comunidades como Canarias, por no hablar del ecocidio mantenido que llevan sus señorías como hoja de ruta en el Archipiélago.
Lo identitario, y lo universal, son luchas cómodas para el poder, que incluso permiten a las élites apoyar banderas arcoíris, lenguaje inclusivo o cuotas de representación, o hacer como que están por la paz en el mundo, la democracia o contra el cambio climático, con meras escenificaciones impostadas (pinkwashing, greenwashing), porque todo eso no amenaza los beneficios de las grandes corporaciones, ni su partitocracia tramposa y elitista. El resultado son unas izquierdas inofensivas, inocuas, blanditas, domesticadas, que ya no van contra el sistema, desconectadas de la precariedad laboral, de los salarios indignos, de la falta de vivienda, de la desigualdad estructural, y de la mayoría de los problemas que le hemos dejado a los jóvenes de ahora, sin que ellos tengan culpa alguna. Y también y sobre todo, desconectadas y sin plantar batalla a las realidades locales. Ejemplo claro de esto último, el hecho de que las únicas izquierdas reales que tienen algo de predicamento hoy en España, en medio de la marea ultraderechista dominante, son las izquierdas regionalistas o independentistas que sí se centran en las realidades locales, como son las gallegas, las catalanas o las vascas.
La segunda gran falla en el universo de las izquierdas, es el victimismo habitual en el que se manejan, convertido ya casi en identidad política propia, dibujando a un ciudadano-consumidor de derechos. Al centrar sus luchas en cuestiones identitarias y en colectivos habitualmente marginados, buena parte de las izquierdas han situado sus discursos en el reclamo de derechos, olvidando la otra parte, lo de asumir responsabilidades y esforzarse duramente y con seriedad. Este acomodamiento en los derechos y en el dame, lo vemos especialmente en España en buena parte del funcionariado, con escandalosas cifras de absentismo laboral no demasiada productividad, pese a que tienen mucho mejores sueldos y condiciones laborales que los trabajadores del sector privado. Y aclaro, no estoy diciendo que recortemos en lo público, al contrario, pero nos iría mejor si los funcionarios entendieran que también están los deberes, la disciplina, la responsabilidad y la cultura del trabajo, y del esfuerzo.
Más allá del funcionariado, el discurso victimista aplicado al ciudadano, nos presenta al individuo siempre como víctima de un sistema opresor, machista, violento, abusón, y es por tanto un individuo al que hay que socorrer, subsidiar, proteger o amparar. No me entiendan mal con esto tampoco, no estoy en contra del Estado del Bienestar, de las coberturas sociales, laborales o asistenciales, todo lo contrario, pero entender que todo es opresión o minusvalía, que todo es culpa de “otro”, del sistema o del de más allá, genera dependencia, desmoviliza y socava la autonomía personal, y con esta filosofía el sujeto nunca se reconoce como agente transformador de su propia vida. La consecuencia: una sociedad que pide soluciones pero no se siente llamada a comprometerse, mucha gente exigiendo justicia que se resiste a asumir la dureza del esfuerzo colectivo. Y aquí el capitalismo está nuevamente encantado, y se aprovecha de esta debilidad colectiva manteniendo a la ciudadanía en la queja, alejada siempre de la acción verdaderamente revolucionaria. Se trata pues de buscar un término medio entre la meritocracia mentirosa y clasista y la aporofobia casi delictiva que defienden las derechas en esta parte del mundo, y la victimización y el reclamo permanente de derechos de las izquierdas políticamente correctas.
Es más, diría que una parte del auge de las ultraderechas en este país deviene del rechazo radical que presentan a esta cultura del victimismo, que llevan al extremo del patrioterismo y la violencia en muchos casos, cierto, muy equivocadamente. Es lo que tiene, a mi juicio, de positivo este tsunami reaccionario que nos arrasa: ellos sienten que algo está mal, pero aplican soluciones bárbaras muy erradas. Es aquí donde las izquierdas deben saber leer el síntoma al que apuntan los conservadores, y aplicar soluciones adecuadas.
Y el último gran error histórico de las izquierdas, es esa superioridad moral en la que se instalan. Ese universalismo arrogante, heredero de la ilustración y de esos valores tan nobles, hace que las izquierdas se olviden que vivimos desde hace mucho en un mundo donde todo es relativo. Muchas izquierdas se ven a sí mismas como moralmente superiores, convencidas de que representan “la verdad” y “el bien común”. Esta actitud termina generando desconexión con amplias capas sociales que no se sienten reconocidas ni respetadas. La gente, buena parte de la población canaria y española de hoy, no saben siquiera si comerán mañana o si tendrán casa el mes que viene. Frente a estos problemas habituales, gravísimos para todo el que los sufre, las izquierdas ortodoxas se presentan como un “club de virtuosos” que dicta lo que está bien y lo que está mal desde arriba, predicando, con banderas ideológicas y satanización de las opciones reaccionarias, sin presentar más argumentos ni soluciones que su supuesta superioridad moral y ese elitismo cultural. Y así, acaba pasando lo que hoy tenemos: a buena parte de la ciudadanía, también el obrero, el autónomo, el parado, el vecino de los extrarradios pobres de la ciudad, comprando los discursos más simples, emocionales, directos, aparentemente más cercanos, incluso reaccionarios, de la extrema derecha, porque al menos éstas los escuchan, y no lo tratan con condescendencia o altanería.
Y así están las cosas, queridos y queridas de las izquierdas. Imagino que este artículo no va a gustar a muchos de los militantes zurdos tradicionales, pero es lo que hay, por mucho que no quieran verlo. La suma de estas tres debilidades explica por qué las izquierdas pierden terreno, aquí y allá. Empezaron a perder cuando olvidaron que nacieron para transformar lo material, no para dar lecciones morales o refugiarse en luchas cómodas. Así pues, si queremos -y me incluyo también yo como parte de esas izquierdas- salvar algo de lo que otros consiguieron y no morir aplastados por el rodillo conservador, toca bajar del pedestal y volver al barro de la precariedad, de los salarios de miseria, de la falta de vivienda, de la desigualdad obscena, del viejo que muere solo y abandonado, de la madre que no puede, del joven sin futuro o del parado sin esperanza. Toca volver a ser herramienta por y para la gente de abajo, un martillo contra la injusticia, no un club selecto de gente chachi encantada de haberse conocido.