Por Miguel Ángel de León
Mientras voy en el coche escucho en la radio a uno que quiere ser alcalde de mi pueblo a partir del próximo domingo. Soporto su insustancial perorata apenas unos minutos, justo hasta que repite por cuarta o quinta vez simplonadas del estilo “los vecinos y vecinas de San Bartolomé”, “los amigos y amigas”, “los electores y las electoras” y más idioteces e idiotezas. No votaré a nadie el 27-M, pero mucho menos le confiaría el futuro de mi pueblo a uno que se lo monta de políticamente estúpido (correcto, quise decir), pateando a cada paso su propio idioma con la única intención de ganarse la simpatía de cuatro feminoides trasnochadas (hombres u hombras, tanto da) que confunden la gimnasia con la magnesia, el culo con las témporas, la pelota negra con la negra en pelota, y que creen que ser progresista es sinónimo de escupir contra la segunda lengua más hablada y una de las más ricas del planeta y parte del extranjero. Paso de la radio y de la entrevista pactada repleta de lugares comunes y coloco el gastado disco compacto de la machona mejicana Gabriela Guzmán, que canta unas letras malas con una voz de terciopelo rasgado que hace que me olvide -al menos mientras dura el trayecto en carretera- de la insufrible matraquilla electoral.
A este respecto de los papafritas papanatas, la pasada semana escribía con sobrado tino y acierto en el ABC el diputado por Madrid Joaquín Leguina (sí, sí, del PSOE, como Rosa Díez, otra que no traga con la maldita correción política zapatera) un esclarecedor y lúcido artículo bajo el título “Plurales machistas en la campaña”. Advierte Leguina que “ahora, mientras escuchamos a los oradores y mitineros políticamente correctos, conviene recordar que en castellano está prescrito que para los plurales que incluyan los dos géneros se use el masculino. Algunas feministas radicales entienden que esa convención del lenguaje no es sino la muestra del machismo discriminatorio contra las mujeres. Por eso vienen exigiendo la reiteración en los plurales: eso de los vascos y las vascas que tanto gusta al señor Ibarretxe y a otros preclaros oradores. Desde luego, esa nueva norma lingüística que nos pretenden imponer es, como toda reiteración, antiestética. El principio de economía del lenguaje no parece preocuparles. Pero hay más: la pretendida norma pro-femenina es, simplemente, ridícula. Veamos: los filólogos llaman género no marcado al que se usa en los plurales, en el caso del castellano, el masculino. En la mayor parte de las lenguas indoeuropeas antiguas, desde el sánscrito al griego, ese género no marcado era el neutro, lo cual nunca significó que alguien prefiriera el neutro (las cosas) a los hombres o mujeres. Dentro de las escasas lenguas que contraponen géneros (masculino/femenino), el que uno u otro sea el marcado no tiene relación alguna con los roles sociales de hombres o mujeres. ¿Por qué tenemos que soportar tanta estupidez sectaria?”.
Desde el punto de vista lingüístico, el asunto está tan claro que hasta causa vergüenza insistir sobre lo obvio y recalcar la evidencia más elemental. Pero vete a contarle tú esa perogrullada a un machango encaramado en un atril o con un micrófono delante en pleno celo electoral... (de-leon@ya.com).