martes. 10.06.2025

Por Miguel Ángel de León

Friederich Hebbel (no lo pronuncie usted en voz alta si no es alemán y hay gente al lado, para no salpicar con la saliva a nadie) era de la idea de que no hay censura que no sea útil: “Cuando no me hace conocer mis defectos, me enseña los de mis censores". Encarna Páez no es de la misma escuela que el poeta y dramaturgo teutón. Son filosofías distintas. Mucho más profunda y refinada la de la graciosera, en cualquier caso.

La memoria es frágil. Y algunos desmemoriados, un poquito fragilotes. Los políticos lugareños -un suponer- suelen ser amnésicos selectivos, como es triste fama: olvidan siempre lo que no les interesa recordar. En caso de duda, les pongo un ejemplo: la ridícula polémica que se montó hace apenas unos años en torno a la publicación de un libro de un autor catalán en el que supuestamente se hacía chanza y burla de determinadas realidades isleñas. Al final, como barruntábamos de antemano en esta misma columna, todo se quedó en otra tormenta en un vaso de agua, y no hubo denuncia ni querella institucional contra el autor de la obra de marras, tal y como se anunció por aquel entonces a bombo y platillo mediático por parte de los políticos revestidos de guardianes de nuestras esencias (no me pregunten cuáles, que yo tampoco las conozco). Hoy, transcurridos apenas unos años de aquella escandalera, cualquiera diría que en realidad ni siquiera existió tal polémica. A lo mejor fue un sueño. O, a lo peor, una pesadilla. Menos mal que las hemerotecas no me dejarán por mentiroso.

Lo que sí quedó claro entonces, por si alguien lo había puesto en duda, es que tenemos los isleños a nuestras competentes autoridades políticas o turísticas prestas y dispuestas siempre a salvarnos de los difamadores envidiosos de esta belleza sin par que son las Islas Canarias. Lo pudimos constatar con motivo de la publicación de aquel libro que respondía al nombre de “El diablo de Timanfaya”, una obra de la que casi todos llegaron a hablar en su día y momento sin que nadie la hubiera o hubiese leído previamente, no más que para contrastar datos y comprobar si la cosa era para tanto como decían los que se inventaron y aventaron la polvareda mediática o mediocre. Los Torquemadas de turno, censores de andar por casa, pusieron al instante el grito en el cielo, y tildaron al osado autor de hereje o sacrílego para arriba. Exageraditos, vive Dios.

Por los fragmentos del texto que se filtraron semanas antes de que el libro se pusiera a la venta en Canarias, no parecía que estuviéramos precisamente ante una joya literaria, puestos a contar verdades. Pero no es menos cierto que también los autores menores, y aun los descaradamente mediocres, tienen derecho a un lugar bajo el sol en esta galaxia del negro sobre blanco, aunque no lo quieran ver así los políticos que a las primeras de cambio anuncian querellas o secuestros editoriales, ni los periodistas que le hacen la rosca a los primeros y piden a voz en grito el regreso de la censura o la quema de los libros abyectos, en un claro ejemplo de la lucha por la libertad de opinión, por la que tanto los primeros como los segundos dicen que darían hasta la vida... de otros. (de-leon@ya.com).

Mi amigo el Diablo
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