jueves. 18.04.2024

Don Jesús María Godoy, fallecido a principios de este primer mes de 2013, fue uno de mis mejores profesores de Literatura en el Instituto Blas Cabrera Felipe de Arrecife: sólo me expulsó de clase unas tres o cuatro veces, a lo sumo… y no me dejó entrar en el aula otras tantas, si la memoria –que es una fulana que se va con cualquiera, como es triste fama- no me engaña, pasados ya tantos lustros desde que quien esto firma hacía como que estudiaba primero o segundo de BUP, allá cuando chinijo.

Nunca creí ni mucho ni poco en todo aquello de la enseñanza oficial y reglada. Hoy menos que ayer. Sólo hay que ver cómo está el profesorado: maestros que no saben puntuar (y no me refiero sólo a las notas), que ignoran la función del epiceno y del artículo previo y hablan de “padres y madres, alumnos y alumnas, niños y niñas…”, y mil y un disparates más, consecuencia de las empobrecedoras “logses” felipistas, las poses zapateristas y el chantaje nacionalista (con perdón la redundancia), que han convertido a España en un país de burros titulados. No digamos ya el alumnado que sufre al ágrafo profesorado de marras, superándose año tras año a sí mismo en lo tocante al mayor fracaso escolar de toda Europa y parte del extranjero. Pero en mis tiempos de Instituto había profesores y profesores. Godoy era de los segundos, aunque nunca terminé de entender cómo un hombre inteligente caía también en la trampa de primar la memoria –que ya dije arriba que se va con cualquiera- sobre el entendimiento, en este caso de la lengua y de la literatura, de tal modo que pareciera más importante saber en qué concreto año nació Miguel de Cervantes –un suponer- que haberse leído El Quijote. Hoy sigo haciéndome la misma pregunta… y obteniendo la misma respuesta muda. Cosas veredes.

Godoy me inoculó en vena a Juan Rulfo, favor por el cual le quedaré eternamente agradecido. La pasión con la que hablaba de aquel escritor mexicano del que yo, un chinijo de 14 años, nunca antes había leído nada en ningún sitio me abrió la curiosidad y el apetito instantáneo por el autor al que después imitarían tantos otros novelistas consagrados, desde Gabriel García Márquez pasando por la mayoría de la gloriosa jarca hispanoaremicana.

No recuerdo cabalmente las veces que aquel profesor me hizo leer en voz alta el arranque de “Pedro Páramo” en clase, pero se me quedaron grabadas como si fueran versos inolvidables: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. ‘No dejes de ir a visitarlo’, me recomendó. ‘Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte’. Entonces no puede hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas”.

No se ha vuelto a escribir casi nada mejor, al menos con ese lírico lenguaje de sugerencias, que dice donde no dice, que hace poesía en prosa sin caer nunca en la cursilada habitual a la que tan dados son otros, incluso Premios Nobel y por ahí. Fíate de los premios literarios y no comas. Mira la última tomadura de pelo del Premio Pardillo (Planeta, quise decir): atrévete a leer la pazguatada mayúscula de la guapa presentadora de televisión que se llevó el segundo galardón, a ver si sales vivo de la aventura de la nadería elevada al cubo.

Hoy, que sé de profesores de Literatura que no alcanzan a escribir su propio nombre sin cometer alguna falta de ortografía, e incluso académicos de la Lengua que escriben cosas como “clíxtoris” (mírate la biografía no autorizada de Juan Luis Cebrián, si tienes un ratito libre), tengo que enorgullecerme retrospectivamente de haber contado con alguno al que de veras –como escribiría Rulfo- le gustaba y le enamoraba su trabajo. El que no tuvo suerte con muchos de sus alumnos fue él, pues algunos le salimos bichados, como Andrés Barreto o el arriba/abajo firmante.

Godoy gustaba de pedirnos a los alumnos de la clase (en la mía éramos cuarenta mujeres y tres niñatos despistados, y la llamaban mixta…) que le lleváramos romances que escuchábamos a nuestras abuelas. Nunca le llevé ninguno, porque o mis abuelas eran poco romanceras o yo poco atento a sus cantares, pero él coleccionó los suficientes como para publicar varios libros de la mano del ya desaparecido semanario La Voz de Lanzarote de Agustín Acosta. Y publicó algún otro por su cuenta, como “El jilguero y otros cuentos”, que me regaló en mano.

Confieso humildemente que no tuve nunca muy buena relación con mis maestros o profesores. Ni ellos conmigo, puestos a contar verdades. Era un amor/odio recíproco. Pero a Jesús María Godoy, pese a nuestros fugaces encontronazos, le tuve siempre mucha ley. Descanse en paz. (miguelangeldeleon.blogspot.com)

Memoria de Jesús María Godoy
Comentarios