Traemos a colación estas evangélicas palabras de Juan, fiel seguidor de Jesús, el hijo de María y José, sin muchas ganas de darles a ustedes nuevas o viejas lecciones de moral cristiana, pues, sin duda alguna, no somos nosotros los más adecuados para impartir doctrina sobre cuestiones tan importantes como las del espíritu o del alma. Decimos más, nos confesamos sin ningún rubor y a corazón abierto como grandes pecadores, por lo tanto, poco dignos de ejemplarizar a nadie, pero, igualmente, como demócratas no podemos ni debemos renunciar hacer uso de nuestra íntima y personal libertad de opinión, para expresar nuestras ideas sin pasar por el redondo aro del miedo a nadie, ni a nada. Faltaría más.
Todo este prólogo viene a cuenta porque, pese a tantas experiencias sufridas y vividas, no acabamos de sorprendernos por la facilidad con que gentes de toda clase y condición mienten a «troche y moche», pensando, suponemos, que los demás ciudadanos somos en gran parte sordos, analfabetos, tarados o simplemente votantes pasivos abocados siempre a dejarse manipular por toda clase de declaraciones e informaciones llenas de farisaica falsedad. Personajes estos que se pasean impunemente por nuestras calles, sin descomponer ni un milímetro el clásico rictus cínico y prepotente del habituado a mentir con la misma facilidad que un jovenzuelo devora pipas en el cine o en el fútbol.
Y es que hay que tener verdadera dureza facial cuando, sin mediana mala conciencia, se le adjudica a la llegada de los muchos subsaharianos a nuestras costas en infernales pateras, barquillos o cayucos, todo el peso del problema de la inmigración que sacude a nuestras islas. Como si ésta, la vía marítima, solo fuera el único cauce, por cierto muy amargo, para la llegada a buen puerto de hambrientos y tristes inmigrantes tullidos de frío procedentes de la, esquilmada por los europeos, cercana África.
Y, peor de lo peor, creemos, sinceramente, que no solo mienten muchas personas para hacer daño político al Gobierno Central (sea cual sea el que ostente el poder en ese momento), sino que podemos asegurar llenos de vergüenza y bochorno (por lo escuchado en tertulias radiofónicas, televisivas o en los medios escritos) que cuando se trata el tema de la inmigración en esos especiales foros, muchos de los participantes denostan cruelmente de la negritud viajera sólo por motivos, pura y llanamente, xénobos. Enfermedad, nueva y difícil de curar que nunca se había dado entre nosotros, que recordemos. ¡Y es que eso de ser negro debe molestar mucho a las inmaculadas mentes blancas de políticos y no políticos! Y como lo siento de esa manera, lo escribo y lo rubrico.
Todos sabemos, que la mayoría de los inmigrantes que se quedan en nuestras islas no han venido hasta aquí por los medios arriba reseñados, y podemos asegurar todavía más: nosotros, que vivimos apenas a cuatro pasos de un importante aeropuerto, que aquí, por ese espacio donde tanta gente y autoridades pululan por sus salas, entra quien le da la gana, como quiere y a la hora que le cuadre, y, si no estamos mal de la vista, no observamos entre los recién llegados en flamantes aeronaves transoceánicas a muchos negritos de pelo rizado y dentadura perfecta, sino, personas rubias o trigueñas, pero eso sí, de tez pálida y sonrosada, como le gustan a muchos indeseables compatriotas nuestros.
Y ya que hemos comenzado este escrito con prédicas evangélicas que nosotros consideramos ejemplares, tenemos que decir con cierta amargura que hemos echado bastante de menos una actitud más digna, intransigente y contumaz de la Iglesia Católica Canaria a la hora de condenar esta gran canallada xenófoba, cosa que sí hizo como todos sabemos «el hijo del carpintero» hace más dos mil años, batiéndose el cobre siempre y a todas horas en aras de la igualdad y de la fraternidad entre los hombres.
Como decía mi abuela..., ¡Es que todos somos hijitos de Dios!