Conozco a Román Cabrera hace muchos años, no sólo por ser el marido de la concejal de Asamblea por Lanzarote (ApL) en el Ayuntamiento de Arrecife Lolina Curbelo (una mujer que tiene muchas nueces y hace poco ruido), el padre de la concejal socialista en el mismo Ayuntamiento Nuria Cabrera, el suegro del consejero socialista del Cabildo Miguel Ángel Leal o el vecino de al lado de mis amigos y compañeros de profesión Arantza Borrego y Carlos García. Le conozco porque Román siempre fue un hombre generoso conmigo, alguien que desde el principio me trató de igual a igual, sin importarle que mi lugar de nacimiento esté a miles de kilómetros de distancia de Lanzarote. No puedo decir lo mismo de otra gente, pero esa es otra historia que tal vez nunca llegue a escribir. La que trato de contar ahora es la de Román, ese hombre que tiene la oficina portátil situada en un céntrico bar de Arrecife, a tiro de piedra del lugar en el que cada día aporreo torpemente las teclas de mi moderno ordenador de pantalla plana y teclado color ceniza. He tenido la suerte de charlar casi a diario con él en esa magnífica oficina con vistas al mar, degustando el magnífico café que ponen en el bar (lo siento pero ahora no recuerdo el nombre) mientras comentamos la jugada política de la jornada, la jugada deportiva o la jugada personal. No sé cuántos cafés le debo ya a Román, porque en su oficina nadie paga. Hasta en eso es generoso. Espero que con esto salde parte de la deuda.
Un día me enteré de que un grupo de amigos se había entretenido dibujando en una pequeña cuartilla una semblanza de la trayectoria profesional de alguien que lo ha sido todo en el mundo del deporte en la Isla. Hicieron una especie de árbol genealógico en el que se incluían todos los palos que había tocado este flamenco guanche, porque si hay algo que no puede disimular es su procedencia. A pesar de las canas, a pesar de los años, sigue manteniendo la figura que heredó de sus antepasados, de esos primigenios pobladores de las Islas a los que el tiempo, el infortunio y los colonizadores más despiadados terminaron masacrando.
Tuve la oportunidad de hacerme con el papel que se dibujó en la mesa de su particular despacho, pero terminé perdiéndolo, como tantas y tantas cosas que han desaparecido de mi vida por mi manifiesta incapacidad para retener y mi indudable talento para el despiste. No me quedó más remedio que pensar, averiguar cómo podía conocer la trayectoria que había seguido Román, porque quería dedicarle este artículo. En estas estaba cuando apareció por la redacción del periódico Pepe Márquez, una auténtica enciclopedia con piernas que conoce todos y cada uno de los secretos del deporte canario. Nadie mejor que él para responder a una consulta de este tipo. Con la amabilidad que le caracteriza, me trajo en seguida la información demandada, un interesante dossier en el que se recoge al detalle la vida y obra de este curioso personaje, en el que además se incluyen fotografías como las que acompañan a esta sucesión de letras.
Así me enteré de que Román Cabrera nació el año antes de que este país se dividiera en dos, un mes después de que Franco saliera precisamente de Canarias para terminar con la Segunda República (en otros artículos he leído que fue el mismo 36, pero me fío más de lo que escribió Márquez). Me enteré de que nació en el barrio de La Vega, de que asistió a la escuela de don Cándido Aguilar y don Paco Ramos, de que le gustaban poco los libros y en seguida se puso a trabajar como carpintero. Me enteré de que ya desde los siete años le daba patadas a las pelotas de trapo y organizaba partidos entre los chicos de La Puntilla y el Charco. Me enteré de que empezó a jugar de delantero centro, aprovechando su evidente corpulencia, pero pronto descubrió que lo suyo era estar bajo los palos, de guardameta, lo que hizo en su primer equipo, el CD Puntilla de Manolo Cedrés y Ramón Martínez, donde jugó entre el 52 y el 53. Me enteré de que la siguiente temporada fichó por el CD Torrelavega, para pasar posteriormente a prueba de la UD Las Palmas, donde fue tratado a cuerpo de rey por la amistad que hizo con el presidente, Eufemiano Fuentes. Allí entrenó con el primer equipo y jugó con el filial. Las crónicas de la época hablaban de él como de un cancerbero fuerte, seguro y valiente. Pero llegó la enfermedad de pulmón que terminó con la que se prometía como una carrera más que brillante, y tuvo que regresar a Lanzarote. Seguí leyendo y me enteré de que se recuperó y volvió a jugar con el CD Torrelavega, para pasar en el año 58 al equipo del Estudiantes, donde vuelve a sus orígenes y hace las funciones de delantero centro y entrenador. Ya en el 61 Román entrenó al equipo juvenil del Carmen, asumiendo además la responsabilidad de las distintas selecciones de Lanzarote. Entre los años 63 y 66 ejerció las siempre difíciles funciones de árbitro, con buena crítica según denotan las crónicas del semanario Antena de la época. En 1968, para premiar su actitud en los terrenos de juego, se le nombró presidente del Colegio de Árbitros, donde estuvo hasta 1970. Además, en la recta final de la temporada 68-69 ya se había hecho cargo de la presidencia del Marítima. Entre el 76 y 77 se hace cargo de la UD Lanzarote, equipo al que consigue ascender de categoría, y en la temporada 83-84 sustituye a Emilio Bonilla al frente del equipo para mantenerlo en la Tercera División, apareciendo nuevamente en la 88-89 para poner fin a su paso por la entidad rojilla. Pero además, me enteré de que Román fue árbitro de boxeo y de lucha canaria, al margen de entrenador de voleibol, balonmano y baloncesto, dirigiendo en los años 80 al equipo femenino de Radio Lanzarote, al que hizo dos veces subcampeón de España. Fue precisamente en Radio Lanzarote, de la mano de su amigo Agustín Acosta, donde tuvo la oportunidad de ejercer como comentarista deportivo. Por si esto fuera poco, dedicó la mayor parte de su vida laboral a dirigir la Ciudad Deportiva de Arrecife. Impresionante, ¿verdad? Sólo es una pequeña parte de su verdad, porque me consta que hay más.
Confieso que he dedicado mucho tiempo a resumir la fecunda actividad deportiva de alguien que no supo ni quiso quedarse sentado detrás de la mesa de su cómodo despacho oficial del Cabildo. El tiempo empleado ha merecido la pena. He descubierto que tenían razón aquellos que me propusieron bucear en la historia de alguien a quien no se le ha reconocido su innegable trabajo a favor de algo tan bello como es el deporte. Pero el tiempo también ha pasado, y Román se toma las cosas con otra filosofía, contempla la vida con mucha más tranquilidad y disfruta simplemente viendo pasar a la gente y pensando que alguno de sus nietos puede algún día llegar a algo en el mundo del deporte, sobre todo uno pequeñajo hijo de Nuria y Miguel Ángel que parece que es un fenómeno regateando. A Román parece que no le importa que le hagan homenajes o no. Pero a mí sí, y creo que no soy el único.
Escrito todo esto, me pregunto en qué estarán pensando nuestras autoridades públicas para hacer el homenaje que Román Cabrera merece. ¿En qué están pensando en el Cabildo, en qué están pensando en el Ayuntamiento de Arrecife? ¿No hay un título de “leyenda del deporte conejero” que se asigna anualmente, no hay alguna distinción que se ajuste al perfil de Román? ¿A qué aguardan, a que Román abandone este valle de lágrimas? Los homenajes, los reconocimientos, se tienen que hacer cuando los homenajeados pueden recibirlos. Y creo, creo no, estoy seguro de que Román se merece que su tierra le rinda el tributo que se ganó a pulso.