Anda el Partido Popular (PP) de Lanzarote metido en un lío gordo. Muchos de los amigos que tengo allí dentro se enfadarán conmigo cuando lean esto, y es que a los políticos no les gusta que los periodistas aireemos sus trapos sucios, y en el PP, como ocurre en todas las formaciones, hay muchos trapos pendientes de pasar por la lavadora.
Por unas cosas o por otras el PP nunca ha terminado de arrancar en Lanzarote como sí que arrancó en las dos otras islas orientales, sobre todo en Gran Canaria. No termina de llegar a la sociedad, de ahí que, por mucho que se empeñen los que manejan sus particulares encuestas, siga a larga distancia de formaciones como el Partido Socialista Canario (PSC), Coalición Canaria (CC) o el Partido de Independientes de Lanzarote (PIL). Cuando no era una cosa era otra, cuando no eran los escándalos por la compra de un voto en Arrecife era una moción de censura en Yaiza, cuando no un dirigente molesto que sacaba a la luz disputas internas que jamás deberían salir de casa. Su penúltimo presidente, Rafael de León, consiguió levantar el partido y colocarlo en el Parlamento autonómico con dos diputados. Fue un espejismo, un amago de éxito. El congreso regional que se celebró en Santa Cruz de Tenerife y que concluyó con la elección de José Manuel Soria como presidente terminó también con la fractura en dos del partido, separando a la vieja guardia (José Miguel Bravo de Laguna, Rafael de León, María Eugenia Márquez, Tomás Van de Walle, Ignacio González...) de la nueva, la que lideraba el todavía presidente regional. Después se intentó rearmar de nuevo el partido, sorteando pequeñas escaramuzas internas como la que protagonizó Guillermo Guigou (algún día contaré la verdadera historia de la caída en desgracia del chicharrero), y se consiguió. En Lanzarote se buscó a un hombre de consenso que encarnara la figura de la renovación que se perseguía, alguien con un perfil profesional elevado y que diera buena imagen. Fue Alejandro Díaz.
Nada hacía presagiar que alguien como él pudiera caer en desgracia, sumarse a la numerosa lista de damnificados del PP canario, una lista casi interminable en la etapa de firme y férrea dirección soriana. Mucho menos podíamos pensar los que seguimos esto de la política que la crisis en Lanzarote podría producirse justo en el momento en el que mejor se encontraban, justo cuando se les había puesto delante la oportunidad histórica de llegar a las elecciones locales y autonómicas de 2007 con la Presidencia del Cabildo en el bolsillo y gobernando en el Ayuntamiento de Arrecife. Alejandro Díaz y sus compañeros habían conseguido pescar mejor que nadie en el río revuelto que se originó después de la vigésimo séptima crisis de la Primera Corporación insular. Dejaron con dos palmos de narices a todo un profesional de la negociación política como es Miguel Ángel Leal, y obtuvieron una recompensa imposible de soñar al comienzo de la legislatura, siendo como eran la segunda formación con menos consejeros de las que se sientan alrededor de la enorme mesa del salón de plenos del Cabildo. Poco duró el sueño. Apareció Soria con su mazo y su sed de venganza. El detonante de la situación actual no fue otro que la estrategia diseñada por el presidente de los populares de expulsar a los consejeros del Cabildo y a los concejales del Ayuntamiento de Arrecife que CC tenía en ese momento. El torpe diseño de los pros y los contras de la medida, que se debió a un arrebato por la forma en la que CC había expulsado al PP del Gobierno autonómico para mejorar su relación con el PSOE en Madrid, terminó con una nueva vuelta de tuerca a la política insular y con la salida de Cabrera de un cargo que prácticamente no pudo llegar ni a paladear.
Después, llegaron los problemas a la formación, los reproches y las desavenencias, que se incrementaron notablemente cuando fracasó el intento de los populares de pactar con el Partido Nacionalista de Lanzarote (PNL) que preside Juan Carlos Becerra. Soria responsabilizó a Alejandro Díaz de todo lo ocurrido, y éste se negó a asumir algo sobre lo que no tenía culpa, una estrategia errónea que le vino impuesta desde Las Palmas, pero que él acató torpemente.
El parlamentario dimitió como presidente, se creó una gestora y desde entonces las cosas han ido de mal en peor dentro del partido. Como ya se sabe, las últimas declaraciones de Díaz en varios medios de Las Palmas fueron la gota que colmó el vaso de la paciencia del presidente de los populares canarios, que parece dispuesto a que su compañero en la Cámara regional no termine la legislatura a su lado.
Ahora Alejandro Díaz tiene en su poder una carta del Comité Nacional de Derechos y Garantías en la que se responde al escrito que envió en junio quejándose de su situación. Poco va a poder hacer con eso, porque su salida del partido es inminente. Según me ha comentado (creo que será verdad porque le considero una persona seria), la intención del ex presidente del PP lanzaroteño es la de abandonar el partido y devolver el acta de parlamentario antes de que se atisben las elecciones locales y autonómicas del próximo año, antes sobre todo de que le echen.
Pero Alejandro Díaz no es el único que está a disgusto con la actual situación de interinidad que padece el PP lanzaroteño. Son muchos -algunos lo dicen públicamente y otros no- los que habrían preferido que se celebrara un congreso antes de las elecciones. No entienden que sea la gestora la que determine algo tan importante como el lugar que va a ocupar cada uno en las listas que se presentarán al Cabildo, a los siete ayuntamientos (supongo que llegarán a un acuerdo en Haría) y al Parlamento regional.
Pero la suerte está echada en este sentido, y será la gestora que preside María Dolores Luzardo la que decidirá quién sí y quién no estará en los lugares de privilegio, en esos que cuentan con posibilidades reales de terminar ofertando un cargo público al aspirante.
Cuando publicamos la noticia sobre la misiva enviada desde el Comité Nacional de Derechos y Garantías se creó un interesante foro en nuestra edición digital. Estoy de acuerdo con muchas de las cosas que allí se han dicho. Es cierto que Alejandro Díaz tiene todo el derecho del mundo a expresar su malestar por las cosas que le han pasado. Es cierto que José Manuel Soria no se ha caracterizado durante su trayectoria política por ser un hombre de diálogo y de talante moderado. Es cierto que la pifia del Cabildo no se puede achacar al cien por cien a los dirigentes de Lanzarote. Es cierto también que se perdió una oportunidad única de haber colocado al partido en el lugar en el que muchos piensan que debería estar. Ahora bien, no deja de ser cierto que cuando uno se mete en una formación política asume las reglas de este juego. Y en las reglas está también la disciplina y la obediencia a las directrices que emanan de los órganos de dirección. Para eso están y para eso se crean. La forma de cambiar las cosas viene de la mano de los congresos, que es donde se puede competir (no siempre de igual a igual) con los que tienen el poder. Si uno es presidente de la formación y pide a los que discrepan de su forma de actuar que no saquen a la luz los problemas internos, debe aplicarse el cuento, evitar al máximo dañar la imagen de la formación en la que se enroló de forma voluntaria, sin que nadie le obligara a ello.
Conozco el caso de muchos agraviados del PP que se han mantenido en silencio, que han preferido no airear sus quejas públicamente. Conozco el caso también de otros que a las primeras de cambio se marcharon y devolvieron su acta, como hizo en su día Miguel Ángel Remedios en Teguise. Cada uno es libre de actuar como crea conveniente, pero también debe asumir que los demás son libres para cuestionar sus actuaciones.
Me da la sensación de que los problemas no han hecho más que comenzar. Con la situación actual son muy pocos los puestos realmente apetitosos para el que tiene hambre de participación activa (todo el que se mete en política tiene legítimas aspiraciones a estar donde se toman las decisiones), y muchos los que quieren estar en ellos. Si no hubiera pasado lo del Cabildo, otro gallo cantaría. Este, el de ahora, tiene la cresta un poco pelada.