martes. 13.05.2025

Me gustaría saber qué determina que una persona en un momento determinado de su existencia decida ser árbitro. ¿Será algo congénito, se llevará en los genes, se trata de una conducta frente a la vida, una especie de reacción...? ¿Qué puñetas se le pasa a un ser humano por la cabeza para decidir que quiere vestirse con camiseta y pantalón negro -bueno, eso era antes de que llegara la moda de los multifrúcticos colores chillones-, coger un pito, unas tarjetas y un bloc de notas para aplicar reglas al desarrollo de un juego en el que veintidós tíos en calzoncillos -así lo define mi madre- corren detrás de una pelota? No lo sé, la verdad, y me gustaría que alguien me lo explicara, que alguno de los muchos árbitros que hay en el mundo mundial, y no me refiero sólo a los de la Liga de las Estrellas, me dijera por qué un buen día se levantó por la mañana (o por la tarde o por la noche) y decidió que iba a ser árbitro.

Lo de que son una raza especial es un hecho constatado. Sólo hay que ver los nombres que se gastan. Para ser árbitro no vale con llamarse Javier Rodríguez, Pepe Fajardo o Antonio Fernández; para ser árbitro hay que llamarse Undiano Mallenco, Iturralde González, Mejuto González (deben ser familia) o Losantos Omar. Algunos dicen que son de otro planeta. No sé, me parece un poco exagerado. Son, eso sí, un grupo de elegidos, personas capaces de cumplir con la hermosa misión de recibir todas las frustraciones de una parroquia que ya no se conforma con acordarse de su madre, sino que quiere más, mucho más. Son una especie de misioneros, chupópteros de los malos rollos ajenos.

Como el fútbol se ha convertido en el verdadero opio de pueblo, en esa nueva religión que sirve para que cada semana los integrantes de esta rara especie del cosmos se entreguen con desenfreno a una pasión sin límites, otros creen que los árbitros son la encarnación del mal, una especie de demonios cuya única misión es la de fastidiar a su equipo para que no gane.

Hay que tener mucha afición, desde luego, para aguantar a miles de gargantas profundas que te chillan al unísono en un coro de improperios que sacados de contexto resultarían hasta denunciables. Se necesita tener ganas para, ya sea en invierno o en verano, ya sea con frío o calor, saltar a un campo con el objetivo de que esos veintidós tíos en calzoncillos respeten unas normas que ellos no han creado pero en las que tienen fe ciega.

Recuerdo una campaña de una conocida marca de refrescos que utilizó al jugador del Real Madrid Roberto Carlos para significar el drama que puede suponer en Brasil que un niño quiera ser árbitro, tanto o más que si decide ser portero. Un pequeño Roberto Carlos, más pequeño todavía que ahora, ensayaba ilusionado enfrente de un espejo con su trajecito negro y sus minúsculas tarjetas de un color amarillo carioca. Su ilusión era ser árbitro, hasta que su madre y su habilidad para darle patadas al balón le cambian el destino. ¿Es más feliz ahora Roberto Carlos? Pues parece ser que sí. ¿Qué habría ocurrido si se hubiera hecho árbitro? Que en lugar de ser admirado en medio mundo habría sido odiado en el otro medio.

Los árbitros, que bastante tienen con lo que tienen, no pasan por su mejor momento en este país en el que el fútbol lo domina todo. Está pasando del mero rumor el hecho de que sus decisiones no se ajustan a criterios de imparcialidad. Se dice que los errores de bulto que se cometen últimamente con excesiva frecuencia tienen relación directa con las presiones ejercidas desde la Federación.

Algunos afirman sin pruebas que los clubes que no apoyaron a Ángel María Villar están sufriendo una especie de persecución arbitral, lo que explicaría, por ejemplo, los constantes “fallos” que está sufriendo el Real Madrid. Sinceramente, no me lo creo. Bastante tienen ya los árbitros con todo lo que supone ser árbitro como para que ahora se les acuse, no de forma individual sino como colectivo, de participar en el amaño de los partidos. Me parece un disparate. Son defensores de las reglas del juego, y, salvo deshonrosas excepciones como la del egipcio ese que nos echó del mundial de Corea, creo en su honestidad.

Otro día, por cierto, dedicaré un artículo entero a las madres de los árbitros, esas santas a las que cada día de partido les escuecen los oídos. También al resto de la familia de los árbitros, a los padres, a los hermanos, a los primos, a todos los que tienen que soportar las consecuencias de esta peligrosa y poco reconocida afición.

Los árbitros, esos seres de otro planeta
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