La aturullada vida que llevamos hoy en día los que trabajamos para poder pagar las muchas facturas que se nos acumulan en el banco por el tonto empeño de tener de todo y en el menor tiempo posible es la que nos impide regalarnos momentos de relajo mental, pausas para darle algo de oxígeno al cerebro. De poco o nada sirve que uno intente buscar el oxígeno en la televisión, sobre todo cuando enchufa el aparato del demonio y se encuentra con José María Aznar López haciendo que habla inglés -¡Dios, qué horror!; ¿es que nadie se ha atrevido a decirle a nuestro ex presidente que está haciendo el mayor de los ridículos, es que nadie es capaz de recomendarle el uso de un traductor como el que emplean todos los guiris que vienen a dar conferencias a España, es que no tiene un amigo que le exponga con franqueza que dar patadas al diccionario de la lengua de Shakespeare aunque lo haga en Estados Unidos es tan pecaminoso como hacerlo con el diccionario de la lengua de Cervantes?-, tropieza con los lunáticos que meten cada año en la casa de Gran Hermano -los de este año, con el Pulpillo ese a la cabeza, son de traca- o se da de bruces con un programa peruano en el que se cascan hasta los regidores. Por eso, ya lo he dicho muchas veces, no hay nada mejor para oxigenar el cerebro que dedicarse a contemplar una de las maravillosas puestas de sol de Lanzarote, hacer deporte o leer un libro.
Habría que obligar a la gente a leer aunque fuera por decreto, colocar en la cabecera de las camas de todo el mundo un ejemplar de cualquier libro, sea el que sea. Únicamente haciendo hábito es cuando se descubre lo mucho de bueno que tienen los libros. Decía este jueves mi admirado Juan José Millás en una sosa entrevista que mantuvo con Buenafuente que él descubrió tarde la lectura. Sin embargo, ya sabemos que nunca es tarde si la dicha llega, y la dicha provocó que este ingenioso escritor se diera cuenta de que lo suyo es leer mucho para luego poder escribir como escribe.
Sin embargo, no es fácil encontrar buenos libros, libros de esos que enganchen. Ahora estoy en la faena y el empeño de terminar La catedral del mar, de Ildefonso Falcones. De momento promete. El último buen libro que ha caído en mis manos y que he leído rápido a pesar de mi tortuguil ritmo de lectura ha sido Memoria de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez. Aprovechando que es sábado y que el periódico de hoy va bastante cargado de cuestiones políticas, planes territoriales a parte, me permitiré el lujo y la licencia de hacer de crítico literario por unos renglones. Las cien páginas del autor del mejor libro de la prolífica historia de la literatura, Cien años de soledad, sirven para contar la historia de un hombre que termina muriendo a los cien años. No te preocupes, no es una novela de misterio, no es como si te hubiera contado que Bruce Willis está muerto desde el principio en El sexto sentido. Da la sensación de que García Márquez, que llevaba diez años sin publicar nada, ha querido hacer una especie de cierre centenario a su brillante carrera como escritor, y lo ha hecho con un texto breve pero impregnado en todas sus líneas de su esencia. Sin ser Cien años de soledad, Memoria de mis putas tristes es un regalo para los sentidos de aquellos que apreciamos la literatura que inventó el Premio Nóbel de 1982, el mismo que fue capaz de transportar el realismo mágico que viajaba de generación en generación en su Colombia natal a las páginas de un insuperable libro. Está claro que aunque viviera cien vidas más García Márquez no podría escribir nuevamente un Cien años de soledad, ni mil, de ahí que nos haya colado el mensaje subliminal del cien, su cien, en este pequeño relato hecho con las pocas energías que supongo que le quedan. Una obra así, me refiero a la que le encumbró, únicamente responde al momento de iluminación con el que el de ahí arriba premia a algunos afortunados. Algunos pensarán que la historia no es más que el relato de los devaneos de un viejo chocho que se dedica a fornicar con menores. Otros pensamos que es mucho más.
Eso es lo bueno que se me ocurre decir de este éxito de ventas. Lo malo, que también lo hay, es que uno, que está escarmentado del abominable funcionamiento del mundo literario, sospecha de la forma y los modos en los que se ha publicado la novela. Espero y deseo que no haya sido un “negro” conocedor de la obra del escritor semirretirado el que ha juntado las letras de las cien páginas que conforman la crónica de los albores de la vida de un periodista -columnista de un diario para más señas- que enferma de amor en el tramo final de su existencia. Desgraciadamente, en este mundo en el que se corrompe hasta el alma más cándida, todo es posible, y no me extrañaría nada que los multimillonarios beneficios de la multimillonaria venta de la obra tengan algo que ver. Sea como sea, García Márquez puede morirse tranquilo; ya escribió Cien años de soledad y pasará a la historia por ser amigo de putas tristes. Los demás, tienen una difícil tarea por delante simplemente para intentar acercarse a su increíble forma de darle vida a una historia imposible.