La verdadera historia no existe. Por no existir, no existen ni los verdaderos evangelios, que se dice que es un texto sagrado; la razón que uno tiene de ocho a cuatro le hace incapaz de creer que los apóstoles que con tanta destreza escribieron las enseñanzas de Jesús de Nazaret cargaran con papel y boli para apuntar cual rueda de prensa todo lo que decía, que no era poco; mucho menos uno puede llegar a pensar que entre mitin y mitin cargaran con una grabadora de la época, en la que se registraba con precisión sus discursos, por mucho que los novelistas de la ciencia ficción como J.J. Benítez nos hablen con meticulosidad de viajes imposibles en el tiempo e intromisiones de personajes del futuro en el pasado. No, la historia se escribe con renglones torcidos que dicta el entendimiento de aquellos que interpretan lo que sucede o que interpretan lo que alguien les dice que sucede, por no hablar de los amaños provocados por los que en un momento determinado ostentaban determinados poderes y a los que no les interesaba salir en determinada foto de determinada manera. Pero me estoy desviando del tema de hoy, como siempre, porque no pretendía divagar por el retorcido sendero de los acontecimientos narrables e inenarrables. Ni siquiera quería hacer una reflexión sobre lo insólito que resulta que los kamicaces japoneses llevaran casco en sus misiones suicidas o que David Bisbal cante cada vez peor en directo; con la voz que tenía el muchacho cuando empezó. Hoy quería escribir sobre el A-380 y sobre mi abuelo. ¿Que qué es el A-380? Pero bueno, ¿es que no lees los periódicos, es que no ves los informativos en la tele, es que no escuchas la radio? El A-380 es el gigantesco avión -el más grande del mundo y de la historia que nos han contado- que la empresa Airbus presentó recientemente en sociedad en un fastuoso y ceremonioso encuentro celebrado en Francia, dónde si no. Se trata de un bicho de 555 plazas distribuidas en dos plantas, una auténtica pasada. No he podido recabar el dato sobre el peso exacto del monstruo que se ha construido en Toulosse, pero debe ser una cosa demencial. No es extraño que para el vuelo inaugural cogieran a 500 “voluntarios” que salieron de la plantilla de la empresa propietaria del bicho. Supongo que besarían el suelo cuando tomaron tierra, como lo hicieron los primeros colgados que se suspendieron en el aire con el primer dirigible.
Si mi abuelo Narciso -el juraba y perjuraba, como el eterno debate del huevo y la gallina, que primero fue el nombre y luego la flor- viviera, probablemente pondría en duda que el hombre haya sido capaz de hacer que un armatoste de estas características despegue del suelo. Era un incrédulo empedernido, un escéptico compulsivo que no salía más allá de lo que su instinto del campo le dictaba. Y no es que no fuera sensato y juicioso, porque durante muchos años ejerció como juez de paz de su pueblo, sino que estaba convencido de que muchas de las cosas que contaban los mentirosos periodistas -el pobre no se imaginaba que su nieto fuera a dedicarse al oficio que tan poco le gustaba- no eran ciertas, eran engaños. No digamos nada si encima esas cosas se contaban en televisión, el invento del demonio. Estoy seguro de que hoy en día, esté donde esté, seguirá convencido de que el hombre jamás llegó a la Luna. Su teoría, inventada por él pero luego plagiada por otros muchos escépticos, se basaba en el rodaje en el desierto de Almería de un camelo impresionante para que los Estados Unidos ganaran la guerra de las galaxias y la competición por la conquista del espacio a los rusos, por aquel entonces de guerras frías y calientes dentro de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Los americanos, que como se sabe son una raza que se hizo con los retales más duros de los que sobraban en Europa y de los que tenían fuerza y valor para cruzar el Atlántico en situaciones dantescas huyendo del hambre y de la miseria -vaya, esto me suena a algo similar que sucede hoy en día-, llevaban según mi abuelo una notable desventaja con los rusos, y no se les ocurrió otra cosa que inventarse que habían conseguido pisar la Luna. Una buena campaña, casi mejor que las que hace Coca-Cola. “¿Qué pruebas reales tienen, un vídeo manipulado que se nota perfectamente que no ha podido ser grabado allí arriba?”, preguntaba mi abuelo siempre que alguien trataba de rebatirle lo que para muchos no era más que una disparatada teoría.
No sé si mi abuelo tenía razón o no, aunque cada día gana más peso su explicación, teniendo en cuenta que varias décadas después, se supone que con una tecnología mucho más avanzada, no se ha vuelto a repetir una hazaña similar. Paradojas del destino, además, tengo un cuñado que trabaja para la Agencia Espacial Europea. Me habría gustado verle defender el viaje a la Luna frente al terco de mi abuelo. Habría sido entretenido, como entretenido habría sido verle hacer una teoría, a este hombre bajito pero insólito que entre sus muchas rarezas tuvo la de comer y cenar lo mismo durante todos los días de su vida -todavía recuerdo a mi abuela llevándole a las bodas la comida en una fiambrera-, sobre el A-380 de Airbus, ese monstruo que estoy seguro de que diría que jamás llegará a volar.
Por cierto, sigo sin escribir sobre la crisis política de Lanzarote. No me gusta hacer pronósticos en un tema tan delicado, más que nada porque estoy seguro de que luego los políticos se encargarían de estropearlos.