Con esa afición que tengo desde muy pequeño a escuchar la radio, me paso las mañanas de un lado a otro sintonizando emisoras. Este viernes, después de la habitual tertulia de Lanzarote Radio, conecté en seguida con uno de mis programas favoritos, Herrera en la Onda. Favorito porque sigo y seguiré a Carlos Herrera allá donde vaya, ya sea en Onda Cero, ya sea en la Cadena Ser, en Radio Nacional, en Lanzarote Radio o en Radio Patagonia. Soy un “fósforo” más de los muchos que conformamos legión, convencido de que es el mejor profesional de los que pululan hoy en día por el medio.
A eso de las nueve y algo en Canarias los oyentes toman la palabra en su programa y cuentan historias sobre el tema propuesto. Un día que Herrera pidió historias raras y curiosas de personajes raros y curiosos estuve a punto de llamar para narrar otro capítulo más de las aventuras de mi abuelo Narciso, ese hombre que jamás se creyó que los americanos llegaron a la Luna y que comía y cenaba todos los días de su vida lo mismo, hasta el punto de que mi santa y paciente abuela tenía que ir a las bodas, comuniones y demás ágapes con una tartera de plástico en la que le metía al hombre la única comida que estaba dispuesto a probar.
Herrera y su equipo pidieron esta vez historias del día de Reyes. Cogí la sección empezada. Estaba en el coche cuando comencé a escuchar el estremecedor relato de una señora. Al instante noté que se me erizaban todos los pelos del cuerpo -tengo unos cuantos-, en seguida se me resbaló una tonta lágrima por la mejilla. Cualquiera que me viera pasar pensaría que me había ocurrido algo, que estaba pasando un sofoco tremendo o que era bobo. Nada de eso, estaba emocionado.
Más que una historia parecía que la señora, ya jubilada y de avanzada edad, nos estaba contando a todos un cuento. Sin poder alcanzar el dramatismo que emanaba de sus palabras, simplemente explico que lo que quería transmitir la señora es el tremendo dolor que sintió en el corazón después de entender con el paso de muchos años que los Reyes Magos hicieron durante mucho tiempo un tremendo esfuerzo para traerle una muñeca de trapo con la que jugar, cuando lo que ella pedía siempre era una muñeca de cartón. Entendió con el paso de muchos años lo bonita y lo importante que era esa muñeca de trapo, y ahora, ya en el otoño de su existencia, sueña simplemente con poder tocar lo que para ella era un pedazo de amor infinito. También se atormenta cuando se ve pequeña protestando porque una y otra vez los Reyes no le traían la muñeca que había pedido.
Me gustó mucho esa historia. También me gustó la que contó un hombre al que el mismo día de Reyes le robaron en el coche, con la mala fortuna de que dentro se encontraba el coche teledirigido que le habían traído a su hijo pequeño. Sin consuelo posible para el mocoso, el padre lo llevó a una comisaría de Policía para interponer la correspondiente denuncia. Fue allí donde se obró el milagro. Una agente cuyo nombre no recordaba se acercó al chiquillo, le secó las lágrimas con un gesto tremendamente cariñoso y le prometió que si dejaba de llorar y tenía fe ese mismo día tendría otro coche igual en sus manos. Ella, que con otros compañeros se iba a encargar de escoltar a los monarcas hasta el Lejano Oriente, se lo pediría en persona. El hombre fue a visitar a su hermana con el niño aferrado a su mano y, casualidades de la vida, se encontró allí con que los Reyes habían dejado un coche teledirigido exactamente igual que el que le habían traído por la mañana. El oyente contó la tremenda sorpresa que se llevó él, trató de describir la luz que inundó la cara de su hijo y explicó que desde entonces el muchacho para a cada policía nacional que se encuentra para darle las gracias y para contar su particular historia.
Nadie se imagina la sensación colectiva que inundaba el ambiente después de escuchar estas historias. Parecía imposible superar lo que se había contado, hasta que llamó un hombre que intentó hacer divertida su historia pero que se puso a llorar a los veinte segundos de iniciar el relato. Se acordó de que su padre, fotógrafo de El Corte Inglés, hacía posible cada año que su carta a los Reyes Magos no sólo fuera la última del saco que se llevaban los pajes reales sino que los propios Reyes y sus pajes fueran a saludarle antes de marcharse a su casa con la garantía de que su carta sería la primera que leerían. Ahora él aprovecha la influencia que le dejó en herencia su padre para que su nieta de dos años también tenga el privilegio de conocerlos en persona.
Luego llamó un joven que consideraba que había sido el niño más afortunado del mundo. Y lo había sido. Cada día de Reyes su hermano y él, que dormían en la misma habitación, se despertaban con la cama inundada de caramelos que les dejaban por haber sido buenos. En lugar de sábanas tenían caramelos, y ninguno en el suelo.
Algo parecido a lo que le pasaba a un zángano de 28 años que se acababa de casar y que decía que pasaba tantos nervios el día antes de los Reyes que no iba ni a trabajar. Supongo que a estas horas ya habrá abierto los regalos y se le habrá pasado el sofocón.
Viví un momento único, especial, como imagino que lo vivieron muchos otros oyentes a miles de kilómetros de distancia de donde yo me encontraba. Me recordó a esa magnífica película que es “Historias de la radio”. Un momento en el que muchos nos sentimos más personas.
Qué importantes son las tradiciones, qué importante es seguir teniendo ilusión por las cosas, qué importante es preocuparse por los que nos rodean, qué importante es luchar por la felicidad de los más pequeños.
Que nadie se olvide de que las cosas que nos pasan en la infancia marcan para bien o para mal toda nuestra vida. Que nadie por tanto piense que al perder la fe y la ilusión por estas cosas no sucede nada. Sucede, y mucho.
Felices Reyes a todos.