¡Ay, cómo hemos cambiado, qué lejos ha quedado, aquella amistad...! Creo que es lo que decía más o menos la letra de una canción de Presuntos Implicados en la que se abordaba un tema tan real como la vida misma: el paso del tiempo. El único consuelo que tiene el hombre es que el tiempo pasa para todos, el recurrido “mal de muchos”, aunque no lo hace de la misma forma ni en las mismas condiciones. Algunos puñeteros/as (se acercan las elecciones y no quiero tener problemas con los más progres) se conservan en algún líquido que la mayoría no conocemos. Lo deben vender en el mismo lugar donde se esconden todas las mujeres que salen en los anuncios de la tele.
Cuando uno hace una pausa en la vida loca de Ricardo Martín, mira el reloj, comprueba la fecha del calendario y se asoma al espejo con la mirada limpia se da cuenta de la huella que va dejando el paso del tiempo, en mi caso surcos. Cuando además utiliza el cerebro para algo más que para memorizar los canales de la tele descubre que las cosas han cambiado mucho. Nada es como era, y mucho menos como uno imaginaba que sería en los tiempos en los que mantenía vírgenes los sueños.
Esta mañana me tropecé con dos chinijas que no levantaban un palmo del suelo y que iban hablando con un móvil pegado a la oreja, cada uno el suyo. Muy coloridos los aparatos, llenos de florecitas y de pegatinas cuyo origen desconozco por completo. Las dos iban juntas, pero separadas, cada una a su lío, enfrascadas en una conversación que supongo que sería muy interesante, si es que a esa edad se pueden tener conversaciones interesantes.
-Que sí, tía, que esta mañana vi a Andrea cómo le decía a Carmen Teresa lo que yo le había dicho que no le dijera... Sí, eso, lo que tú me dijiste que no le contara a Andrea -explicaba una de las niñas a grito pelado.
-Ese Marcos es un idiota, tú no le hagas caso. Ya te dije hace cinco minutos cuando nos vimos en el cíber que lo que tienes que hacer es juntarte con otra gente, que esos bestias no te convienen -comentaba la otra también como si estuviera hablando en conferencia con el Más Allá.
No me gusta ser chismoso, pero me resultó imposible no escuchar lo que decían.
Estamos habituados a ver a los críos con teléfonos móviles, con gueimbois, relojes caros y cholas de última generación. ¿Quiere decir que los niños de ahora viven mejor que los de antes, que son más felices? Pues creo que no. Lo de los móviles no lo tengo demasiado claro. Me da la sensación de que se está perdiendo parte de la libertad que se regala a puñados por esta parte del globo. Ahondaré en ello unos renglones más adelante.
Cuando yo era pequeño (hace tanto que casi no me acuerdo; de hecho, el otro día puse una foto mía en el salón de mi casa porque mi mujer me juraba y me perjuraba que era yo cuando tenía ocho años; no me extraña que no lo creyera, porque un bonito lunar que tenía en la mejilla se encuentra ahora alojado detrás de la oreja, y juro que no me he estirado la cara en la clínica del doctor Estirovich ese que sale en la tele) los niños nos conformábamos con tener un balón para treinta, jugábamos unos partidos de fútbol tremendos en los que era bastante complicado dar una patada que no fuera a la ternilla de un contrario y terminábamos llenos de polvo y heridas, si superabas claro la prueba de caerle bien al dueño del balón, que aplicaba inmisericorde aquello de “tú no juegas porque el balón es mío”. Al llegar a casa siempre sonreía porque me lo había pasado muy bien. Eso cuando no cogía con mis amigos y organizaba un ejército cargado hasta los dientes de espadas de madera y escudos que hacíamos con cartón. Aquello sí eran batallas, y no la de Lepanto. ¡Qué leñazos, madre! El parte de bajas solía ser bastante numeroso, y era una heroicidad llegar a casa sin un ojo morado. Sin embargo, nadie me quitaba la sonrisa de la boca, porque era muy feliz (echando la vista atrás uno se da cuenta de que sobrevivir en aquella época era una tarea harto compleja). Mientras nos recuperábamos de la batalla buscábamos las chapas de las botellas de los refrescos que se caían en los bares, cogíamos un garbanzo y organizábamos un mundial de fútbol; se producían infinidad de discusiones, alguna de las cuales terminaba en trifulca, con el consiguiente resultado de traumatismo craneoencefálico y otra moradura de ojo. Pero al día siguiente todos amigos y a seguir jugando. El presupuesto de nuestros padres en juguetes apenas mermaba la economía familiar.
Ahora observo a los niños y no los veo tan felices. La mayoría está en su casa jugando a la pleisteision y no se comunica con el mundo exterior. Hay demasiados hijos únicos, lo que fomenta el aburrimiento y el egoísmo.
Winston Churchill, la mejor cabeza de su época junto a Zarra, dijo cuando le preguntó un periodista qué tal le caían los franceses que no podía responder, porque no los conocía a todos. Yo tampoco conozco a todos los niños del país, pero me apuesto algo a que si se indaga en el tema se determinará que el grado de felicidad de estas generaciones es notablemente inferior al de décadas anteriores. ¿Cómo se puede arreglar este terrible problema, cómo se combate la tristeza o la falta de alegría? No lo sé porque no soy ningún experto en el tema, pero se me ocurre a bote pronto que recuperando los valores, los juegos y las cosas que a los niños de antes nos hacían tan felices. Ya, ya sé que no es sencillo, pero habría que intentarlo, de momento prohibiendo las pleisteision y reduciendo el número de horas de tele de los pequeños. Espero que no me tenga que comer mis palabras cuando sea padre, porque me queda poco.
Y volviendo al principio, una última pregunta: ¿es necesario que todos los niños lleven móvil, no es una forma de esclavitud infantil el tener permanentemente localizada a una persona, engrilletado a un aparato que además dicen que emite vibraciones poco recomendables para la salud?