jueves. 21.08.2025

Oligarquía popular: cuando el pueblo manda obedeciendo

El país no es una democracia madura ni de lejos porque aún faltan muchos tics de otro tiempo por depurar pero, si España es un imberbe con granos la isla de Lanzarote está en fase de  gateo en cuanto a entender lo que es la democracia. Todos vemos cómo en estos 7 reinos de taifas, la alternancia en el poder que es un signo de vitalidad, apertura y equilibrio brilla por su ausencia. Sin embargo, cuando un mismo elemento —ya sea un partido, un dirigente o una estructura política con prácticas mafiosas— logra perpetuarse durante muchos años en el poder la democracia se resiente. La permanencia prolongada no es una anécdota, no debería celebrarse como un triunfo, sino como el síntoma de un sistema capturado por intereses particulares que sustituyen la representación ciudadana por un intercambio de favores, sospechosas prebendas y grandes cuotas de poder.

El elemento mafioso que practica la endogamia como estrategia de protección y que se enquista en la vida política no solo busca conservar su posición, sino también garantizar su supervivencia a través de redes clientelares y pactos tácitos que neutralizan a la oposición. Este mecanismo opera con la lógica de la mafia: quien controla los resortes del poder reparte beneficios a cambio de lealtades que silencia las disidencias y utiliza las instituciones como brazos de protección.

Lo paradójico es que, con el paso de los años, no es únicamente el aparato político municipal el que sostiene esta maquinaria, sino también un pueblo agradecido, habituado a recibir esas dádivas y atenciones personales. Les tengo una mala noticia, aunque no lo aparentan a simple vista en el fondo le detestan y los utilizan como si fueran piezas. La cadena de favores convierte a la ciudadanía en cómplice: el empleo otorgado a un familiar sin el debido esfuerzo opositor, la gestión de un trámite sin la burocracia necesaria, una ayuda económica discreta o la promesa de resolver un problema vecinal a cambio de comprar su voluntad de voto. En esta dinámica, el pueblo se vuelve más responsable de la continuidad del sistema que el propio gobierno local, pues responde con votos marcados, silencios afines y fidelidad a quién garantiza la supervivencia de esos beneficios.

En este escenario se configura una auténtica oligarquía: un grupo reducido que concentra el poder político, económico y social, controlando los recursos y distribuyéndolos según sus propios intereses. La oligarquía no necesita mostrarse como tal; se disfraza de institucionalidad democrática pero en la práctica limita la pluralidad y ahoga cualquier intento de oposición real. El dominio oligárquico se manifiesta en la falta de movilidad social, en la connivencia entre poder político y empresarial y en la captura de la administración por unas pocas manos. La consecuencia directa es una democracia formal, pero vacía, en la que las decisiones clave se toman en círculos cerrados y muy alejados de la ciudadanía.

El efecto inmediato es la erosión de la salud democrática. Las elecciones pierden sentido cuando los resultados están previamente condicionados por el aparato de favores, el control mediático y la colonización institucional. Se impide la renovación de ideas y liderazgos, lo cual degrada la participación ciudadana y alimenta la desafección política. Todos tenemos ya en mente a estas alturas del artículo a qué tipo de familias me estoy refiriendo. Les juro que están en todas las islas funcionando de la misma manera.

La situación empeora cuando la ciudadanía, cansada de la corrupción y la falta de cambios reales, cae en la resignación. Ese desgaste democrático abre paso a un círculo vicioso: la población no cree en la política, lo que favorece que el elemento mafioso siga en el poder sin apenas resistencia.

Los intercambios de cuotas de poder entre diferentes actores refuerzan la red de dominación. Se negocian cargos, contratos y beneficios bajo una lógica que excluye la transparencia y convierte al gobierno (europeo, estatal, autonómico, insular y, sobre todo, municipal) en un botín y no en un espacio de servicio público.

En un contexto así, protestar es casi un acto de heroicidad: se asemeja al manifestante de Tiananmen enfrentándose él solo a una fila de tanques. La desproporción entre la ciudadanía que levanta la voz y la maquinaria oligárquica que la aplasta es brutal, pero no por ello menos necesaria. La imagen recuerda que incluso un gesto solitario puede convertirse en símbolo de dignidad y resistencia frente a un poder desmesurado.

Tras muchos años de control, la pregunta es inevitable: ¿cómo regenerar un sistema que ha sido corroído desde dentro? Ni idea es mi respuesta, todo lo que se me ocurre va en la línea de la toma de la Bastilla. Solo sé que la democracia seguirá enferma y atrapada en manos de quienes la entienden como un negocio familiar y no como un proyecto compartido que le recuerdo al españolito/a de a pie que esto pasa desde el año 1936 hasta nuestros días.

Al final, la culpa sigue siendo del godo, del guiri, del político o de Las Palmas que nos “roba”. Y Arrecife continúa sin ser la capital de la protesta. Estás en estado crítico Lanzarote.

Oligarquía popular: cuando el pueblo manda obedeciendo
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